sábado, 28 de noviembre de 2020

Dos palomas y una gata.

 

CAPITULO 1.


El canto de aquel maldito gallo le despertó, aún faltaban dos horas para el amanecer, una retahíla de improperios hicieron saber al bicho lo que pensaba de él y de su canto desafinado “¿Quién me mandó a mí comprar un gallo inglés?” se dijo para sus adentros. Decidió levantarse de la cama, en aquel pueblo de montaña incluso los amaneceres estivales eran frescos, se vistió con las prisas propias que genera una próstata rebelde calzándose directamente las botas engrasadas. La experiencia le había hecho desechar el uso de zapatillas, siempre acababa con los pies empapados y olor a orina, por contra había tenido la piel de los pies suave como el culo de un bebé.

Corrió al baño tropezando por el camino: “un día de estos tengo que poner orden”. Aunque su concepto de orden era un tanto particular; una vez cumplido el cometido se secó las botas con un paño, que tenía a propósito.

Las placas solares aún no funcionaban y prefería usar la energía de las baterías para congelador y nevera. Encendió unos quinques y luego la estufa de leña que presidía la sala central. Aquella cabaña solo contaba con un dormitorio, cocina, baño y la sala que era multifunción. Mientras las llamas crecían en la panza de hierro fundido preparó una pequeña cafetera italiana de dos tazas y unas rebanadas de pan, sacó la mantequilla del fresquero y volvió a la sala. De repente se dio cuenta de que algo le faltaba, destapó el hornillo central de la estufa y tapo el hueco con la cafetera, a su vera las dos rebanadas, volvió al dormitorio y pescó del fondo del vaso la dentadura postiza, la cafetera empezó a toser y llenó de aroma la sala, se sentó para el desayuno.

Justo estaba en la segunda tostada cuando oyó revuelo en el palomar, decidió seguir con la ceremonia matutina que finalizaba con la ingesta de una hilera multicolor de pastillas, después iría al palomar.

Se sorprendió al ver una de sus dos palomas mensajeras desaparecida hacía unos meses:


- ¿Qué haces aquí pequeña?


Desde que se mudó a aquella cabaña había adoptado la costumbre de hablar con los animales, en cierto modo los consideraba más inteligentes que a muchos seres humanos, al menos estos guardaban silencio cuando no sabían del tema. Vio que un pequeño cilindro colgaba de una de las patas, hacía años que no recibía mensajes por este método y pocas personas lo conocían, desató el contenedor y pudo ver estampada la “Unión Jack”, el sello de Remigio “el inglés”, abrió y desenrollo el papel contenido con sumo cuidado, el código de un libro, no podía saber desde donde había volado aquella paloma, eran capaces de volar hasta mil kilómetros, pero sí sabía que llegaría una segunda. Apartó a la recién llegada del resto y dispuso para ella comida de calidad y agua fresca, fuera como fuera se lo había ganado.


El cielo amenazaba lluvia y las placas solares servirían de poco, puso en marcha el alternador diésel que él mismo había construido. Era domingo, los pocos habitantes del pueblo estarían en su mayoría en misa, cita ineludible si no querías una filípica del curilla, Don Cipriano, la mayoría asistían más por esquivarla que por una Fe verdadera. En su caso, al ser foráneo y de gran ciudad, se le consideraba como un ateo. Don Cipriano, embargado por una soflama evangelizadora había intentado convencerlo de formar parte del rebaño, para no entrar en debates optó por simular ser musulmán, así cada día durante un mes extendía una alfombra en el porche de la cabaña y adoptaba la actitud del rezo islámico, la pantomima le costó un par de frascos de linimento para la artrosis, pero funcionó su calificación pasó de “ateo” a “infiel”, todo un logro.


Dos horas antes del amanecer del lunes la historia se repitió, tanto el gallo como él mismo eran animales de costumbres, aunque es común en las granjas que las tareas sean repetitivas en esta las gallinas deseaban tener manos; para correr a huevazos a ambos especímenes, se comía bien pero no había manera de dormir como toca y ¿quién pone un huevo medio decente en estas condiciones? Ese día el humano cambió de hábito, en vez de la habitual “higiene de gato” se dio una larga ducha, sacó brillo a la dentadura postiza, recortó barba y bigote e incluso intentó peinarse, cosa harto difícil cuando todo son canas rebeldes, finalmente se perfumó; con una de esas aguas de colonia que “cuanto más cerca” más ganas te dan de salir corriendo. Salió de la cabaña dejando tras de si un rastro perfumado, como resultado media docena de gallinas mareadas y Ruth, la gata, escupiendo bolas de pelo.


Subió al viejo Santana, una ganga comprada de subasta al ejército, ambos eran viejos y se entendían bien, aunque el todoterreno era algo más tozudo a la hora de ponerse en marcha, en esos casos una caricia en la bomba de inyección con un martillo obraba milagros. Tras dos martillazos el motor tosió y el vehículo se puso en marcha sacudiendo su cuerpo metálico cual perro salido del baño al tiempo que la dentadura postiza de Eduardo acompasaba su repiqueteo con las válvulas del motor.


Normalmente iba hasta el pueblo dando un paseo, eran apenas cinco kilómetros, pero hoy tenía una cita a la que pretendía llegar sin sudores. Conforme entraba en el pueblo aminoró la marcha y puedo ver como su objetivo apartaba los visillos, indicándole que accediera por la puerta de atrás. “Está Camila siempre tan pendiente del qué dirán, como si no lo supiera todo el pueblo” se dijo para sus adentros. Aparcó un centenar de metros más allá, frente al almacén de productos agrícolas, por unos instantes dudó, abrió la guantera y cogió una cajita metálica de la que extrajo una pastilla azul: “Alea Jacta est” … dijo para sus adentros mientras la tragaba. Tres horas después salía por la trasera de la casa tras presentar sus respetos a aquella viuda casi sesentona, tenía claro que al día siguiente ambos iban a tener algo más que agujetas.


Cumplida su primera tarea decidió que precisaba recuperar fuerzas, el esfuerzo había sigo grande. Fue directo a la taberna que en realidad era un poco de todo, ultramarinos, cibercafé, restaurante e incluso tenía un par de habitaciones por si alguien se perdía por esos lares.

Unos huevos fritos con chorizo le devolvieron a la vida, en aquellos momentos poco le importaban los consejos del médico y sus malditos triglicéridos. En la pizarra el menú del día, estofado de jabalí, como para perdérselo. Apalabró ración y mesa para dos. Miguel, el propietario, era hombre de pocas palabras y normalmente hubiera asentido con la cabeza, pero en esta ocasión se acercó a Eduardo:


- ¿Sabe que una piara de jabalíes anda destrozando los huertos? Ya podrían dejarlos cazar, que a este paso vamos a tener que lamer piedras.

- ¡Vaya! Hablaré con el señor ministro a ver si nos da bula.

Ambos miraron de reojo a la pareja de la Benemérita que daba cuenta de un sorropotún generoso en patatas.

-Ya que estamos ¿me puedes conseguir este código de libro?

-Eso está hecho, pero no se olvide de llamar al señor ministro.

-En cuanto llegue a casa le doy un toque.


Huelga decir que en la cabaña no había teléfono, las únicas licencias a la tecnología electrónica consistían en un viejo televisor de doce pulgadas, una radio japonesa y un gps de bolsillo que algún excursionista perdió; era muy útil como tope para la puerta en los días de viento.



No quería cruzarse con el curilla, pero en estos casos el destino siempre va en contra. Al salir de la taberna se dio de frente con don Cipriano, fiel a la clásica sotana negra abotonada. Apenas pasaba del metro cuarenta y pocos aquel adalid del cristianismo, bajito, regordete y negro semejaba un grillo excedido en tamaño; aunque lo que le faltaba en altura y le sobraba en perímetro lo compensaba con su insistencia evangelizadora:


- ¡Hombre, Eduardo! ¿Qué tal con Ala?

- Últimamente no demasiado bien, cosas del lumbago que no me permiten el rezo como debiera.

- Si te cambias te absuelvo de la reverencia al entrar en la iglesia y de arrodillarte en misa.

- Don Cipriano, usted sabe bien que la fe no es como la ropa interior, no se cambia uno así como así.

- Cierto, pero tenía que intentarlo.

- Valoro su interés por mi alma, pero entre ir de nube en nube cantando loas al Señor o descansar en el jardín del Edén lleno de huríes, comprenderá que no hay color.

Don Cipriano soltó una sonora carcajada tras la cual afirmó:

- Salvo que eso sea una política del departamento de ventas, como los folletos vacacionales, que prometen vistas incomparables y grandes emociones; ya en destino las fotos son de hace cincuenta años y ahora tienes otro hotel enfrente, las emociones se limitan a las que proporciona encontrar un cucaracha de diez centímetros en la bañera.

- Parece que ha viajado usted bastante.

- Otro día te cuento, que llego tarde a dar misa.


Dejó al cura con sus misas y caminó hasta la estafeta de correos, donde trabajaba Luis, una de las pocas personas que consideraba interesantes, aparte de haber trabado amistad con él.


Luis era el cartero del pueblo y a la par el chapuzas, igual arreglaba un ventilador que un reloj; o lo intentaba y en ocasiones incluso lo conseguía. Había cumplido los cincuenta largos y llevaba en el pueblo casi treinta, entró en la compañía de Correos y Telégrafos, al salir de la mili, por enchufe de un tío suyo, cosa habitual en aquella época, era sin embargo un buen telegrafista al que le encantaban la electrónica y la mecánica.


Siendo soltero y sin compromiso conoció a Irene, una mujer madura bastante mayor que él, con la que mantenía una relación ocasional basada en el sexo. Todo iba bien hasta el día en que se presentó en la habitación del hotel, al que solían ir, un tipo malcarado junto con dos acompañantes. Entraron cuando Irene tenía en la boca una parte de sí mismo que él consideraba importante, el susto derivó en un fuerte mordisco por parte de Irene, que casi le cercena el miembro. Los acompañantes del malcarado resultaron ser profesionales, dedicados al noble oficio de picar carne a tortas.


Lo peor, si es que podía haber algo peor, vino después. En el hospital tuvieron que darle puntos en su maltrecha virilidad, no había cirujano disponible y le tocó el médico en prácticas, que intentó cerrar las lesiones con grapas quirúrgicas, por aquello de que era más rápido, hasta que cayó en la cuenta de que iba a parecer el cabezal de una regadera. Las monjitas del hospital se despacharon a gusto con él, soltaron a unos niños asilvestrados, del área de pediatría, armados con rotuladores y colores de cera: “Venga niños, demostrad el arte que lleváis dentro” decían.


Cuando consiguió recuperarse de la paliza y volver al trabajo le llamaron al despacho de Dirección. El marido de Irene resultó ser un cargo importante en la Compañía. Salió de allí relegado al pueblo cántabro, bajo pena de despido si volvía a pisar Madrid. Con un piso a medio pagar no le quedó más remedio que aceptar.


Dio con sus huesos en lo que entonces no era casi ni aldea, para sustituir al cartero , que se jubilaba, heredó de este la estafeta y una vespino maltrecha. Dado que no podía más que resignarse inició con ella su curso de mecánica por correo. Fue reparando cosas como conoció a Camila, cuyo marido aún vivía.


El marido de Camila falleció a causa de un paro cardíaco. Inicialmente se sospechó de la viuda, pero los forenses no encontraron pruebas que la incriminaran. Los hombres del pueblo la esquivaban, los solteros por si acaso, los casados para evitar que sus respectivas los pusieran a dormir con el ganado. A la semana del entierro la viuda reclamó su presencia por un problema de tuberías. Luis acudió y al cabo de un largo fin de semana, entre sábanas, consiguió desatascarlas. Creyó adivinar el motivo de la viudedad ¡Aquella gallega nunca tenía suficiente!


Cuando vio aparecer a Eduardo por el pueblo tuvo una idea, ya estaba en el chasis y como siguiera siendo el único amante iba a terminar como el difunto marido. Buscó una excusa para que se conocieran, tras poner en antecedentes a su nuevo amigo, desde entonces había conseguido engordar y vivía tranquilo. La viuda se había olvidado de él.

Eduardo entró en la estafeta, Luis levantó la vista de un reloj de bolsillo que yacía destripado en una pequeña bandeja:


- ¿Vienes de visitar a nuestra común amiga?

- Por supuesto, aunque creo que me he excedido ¡Estoy baldado! Mañana voy a tener agujetas hasta en las pestañas ¿ha llegado algo para mí?

- Si un paquete no muy grande ¿te lo doy?

- No, guárdalo y lo recojo luego. Tengo que enviar una carta certificada y urgente ¿puedes?

- Se supone que ese es mi trabajo, aunque a veces lo dudo, aquí la gente sólo envía postales por Navidad.


Eduardo entregó la carta y el diligente funcionario empezó el rosario de pesaje, sellado, cumplimentación de impresos y cobro:


- Listos la recibirá en unos tres días, ya sabes cómo funciona esto.

- ¿Tienes algún plan para mañana por la noche?

- Deja que consulte mi agenda social...no, no tengo nada.

- Perfecto cenamos en mi cabaña si te parece.

- ¿Tengo que llevar algo?

- Hambre y unos guantes de látex.


Luis no tuvo tiempo de preguntar el motivo de los guantes, Eduardo ya estaba camino del resto de temas, empezando por la farmacia en la que lo tenían en alta consideración, era su mejor cliente. Se encogió de hombros y siguió removiendo las vísceras del pobre reloj.


Finalizada su ronda y después de un buen plato de estofado recogió el paquete, dejando de nuevo a Luis con la pregunta en la boca, y volvió a su cabaña. Por el momento sabía que tenía un trabajito entre manos, pero aún no tenía detalle alguno y no le gustaba como le había llegado.









CAPITULO 2.



El amanecer le sorprendió, justo empezaba a clarear cuando el canto del nuevo gallo resonó:


- Bien, justo en punto.


Después de la habitual carrera con tropezones hasta el baño, pescar la dentadura y el desayuno, de pastillas variadas acompañadas de café con leche y tostadas, se puso manos a la obra.


Ruth lo miraba desde lo alto de un estante, hoy el ser humano olía raro. Eduardo dejaba por el camino un efluvio a linimento que conseguía ahuyentar a las moscas, por suerte la gata tenía la nariz algo congestionada, la primavera le producía alergia.


Desde su observatorio pudo ver como ese que se llamaba a sí mismo “amo”, cosa que ella le toleraba por aquello de la comida, aflojaba una tabla del suelo y sacaba un tubo largo sellado por ambos extremos, luego extraía un ladrillo de la pared y tras el una caja metálica de las usadas en los hospitales antiguamente para las jeringuillas, del leñero interior una pieza envuelta en paño y por último lo vio entrar en la cocina y salir con algo parecido a un rodillo de amasar. Nada de comida y ella tenía hambre, carraspeó gatunamente y lanzó un maullido intenso, el autonombrado “amo” se detuvo y la miró:


- Vale, mensaje recibido, ahora te pongo tu comida.


Era lo bueno de ese humano, había sido fácil de adiestrar, se relamió al ver los dos cuencos, uno con leche tibia y otro con carne picada. Bajó hasta el suelo y se frotó en sus piernas, a los humanos eso les encanta; a continuación, dio buena cuenta de ambos cuencos, realmente bien adiestrado...picadillo de menudillos de pollo de granja, delicioso.


Eduardo sacó del tubo un cañón de rifle, de la caja metálica el conjunto de cierre y percutor, quitó los brazos del rodillo de cocina que se convirtió en silenciador y desenvolviendo la madera del leñero obtuvo la culata. Tras una profunda limpieza de los elementos mecánicos ensambló todos los componentes, de la carabina de aire comprimido desmontó el alza telescópica, al rato sostenía en sus manos un rifle Máuser k98Kar con alza Zeiss y silenciador.

Comprobó varias veces que el cerrojo funcionaba correctamente antes de sacar de la nevera una cubitera, la dejó cerca de la estufa, aunque a una distancia prudencial. Fue al dormitorio, levantó el colchón, en el centro del armazón de la cama un largo cajón acogió el arma, tendría que esperar un rato para disponer de la munición, pero había tiempo de sobra.


Salió a dar de comer a las gallinas y recoger la puesta del día. Las gallinas le miraban con el recelo propio de quien ha visto las plumas de su vecino arrancar.


Luis llegó al atardecer sobre la Vespino. Apenas podía con la cuesta, pero era muy cómoda para bajar sin tener que caminar. Eduardo le entregó unas gafas de protección y le indicó un capazo de albañil, abrió el paquete que había recibido y de él salieron unos pequeños frascos, vertió tres en el capazo, ambos se pusieron unos guantes de látex y removieron el contenido; lo dejaron reposar un rato y lo depositaron en la única entrada al huerto junto a un balde con agua.

Cenaron tranquilamente lo que Eduardo había dado en bautizar como “pollo Brexit”. Anocheció, Eduardo sacó el fusil y montó los cartuchos en los peines de cinco disparos, tras secarlos y aceitarlos ligeramente después de su descongelación. Con la ayuda de una escalera de coger higos se encaramó al tejado, Luis le siguió y levantó la escalera del suelo.

Pasaron un par de horas esperando, con el termo de café al lado, hasta que oyeron gruñidos, ambos se tumbaron panza abajo para no ser vistos, Eduardo tenía el fusil preparado.

La piara entro en la granja y se fue directa hacia el huerto, se paró ante el montón de comida y famélicos como estaban empezaron a devorar el pienso...al rato el primero en comer empezó a cabecear furiosamente y a gruñir con fuerza, bebió agua y la reacción aumentó, uno tras otro todos hicieron lo mismo, desesperados salieron al galope corriendo monte arriba:


- Estos no vuelven.

- Seguro, pero para qué el fusil.

- Un jabalí herido nunca sabes cómo reaccionará, tras comer pienso embebido de salsa de pimiento habanero...menos aún.

- Lo de los frascos era…

- Extracto de habanero, no me gusta matar lo que no me voy a comer y cada dos por tres me arrasaban el huerto.

- ¿Crees que les van a salir hemorroides?

- En cualquier caso, ni tú ni yo les pondremos la pomada en el culete, van a estar de mala leche una temporada. Bajemos, hay que desmontar este trasto, no quisiera que los lagartos pasaran por aquí y lo vieran.

- ¿Lagartos?

- Van de verde ¿no?

- Entendido ¿cómo sabías que se comerían el pienso y que produciría ese efecto?

- Esta hecho de harina de bellota al cien por cien, para alimentación ecológica, a nosotros nos sabría amargo pero para el paladar de cerdos y jabalíes es una delicatessen, especialmente adobado con aceite de trufa . El picante no lo conocían, hasta ahora.


Curiosamente, días después, unos senderistas vieron en Asturias a tres ejemplares de jabalí que caminaban pisando de puntillas Sus pezuñas estaban completamente desgastadas. Lo que más les llamó la atención fue verlos sentarse en un charco congelado y gruñir con expresión de alivio.


CAPITULO 3.


Ruth despertó de una de esas interminables siestas felinas, se sentó orientada hacia el camino, su oído reconoció el motor renqueante del vehículo usado por los agentes del Seprona: “Le falla el segundo pistón, seguramente aros, y está soltando gasoil sin quemar mezclado con aceite”. Fue su diagnóstico.

Minutos después apareció ante la puerta de la cabaña. Ruth sentía aversión a cualquier humano uniformado, conforme los dos agentes se acercaban sus orejas se giraron hacia atrás, su cuerpo se hinchó y su cola se encrespó, un largo bufido hizo que los agentes se detuvieran en seco. Siete kilos de felino eran cosa seria.

Eduardo volvía a la cabaña con el capazo de ropa limpia, los saludó afablemente; Ruth cambió de actitud, aunque no los perdía de vista, la cola seguía encrespada. Ambos agentes respiraron aliviados cuando vieron a la gata volver a su indolencia habitual, “su” humano no parecía preocupado por la presencia de aquellos intrusos:


- En qué puedo ayudarles agentes.

- Se han encontrado los despojos de dos jabalíes, por lo visto anda suelto un furtivo por la zona ¿vio u oyó algo sospechoso anoche?

- Una piara pasó por aquí de madrugada, el cartero y yo estábamos cenando dentro y los oímos gruñir, miramos por la ventana y los vimos. Puse el volumen de la radio a tope para ahuyentarlos y funcionó, pasaron de largo. Programa especial de heavy-metal. El jefe de la piara me desconcertó, diría que más que jabalí era un cruce con cerdo ¿Cómo le llaman? Ah, sí, cerdolí.

- ¿Cuantos eran y hacia dónde fueron?

- Con la oscuridad puedo no haber visto a alguno, diría que cinco o seis. cogieron el camino del pueblo corriendo.

- ¿Pudo oír algún disparo o ver algún fogonazo durante la noche?

- No, nada en absoluto, un disparo lo habrían oído en todo el valle, por el eco. Fogonazos con la luz del interior...difícil.

- Sí, en eso le doy toda la razón.

- Por simple curiosidad ¿dónde han aparecido los despojos? Si no es confidencial.

- En la entrada del pueblo, no debería decírselo, pero esto es una aldea, más tarde que temprano lo sabrá todo el mundo.

- Eso lo pone más difícil, puede haber sido cualquiera, quien más quien menos tiene escopeta de caza.

- ¿Puede mostrarnos la suya?

- Claro, pasen, esta sobre la repisa de la chimenea.

Entraron y los agentes se aguantaron la risa, una triste carabina de aire comprimido.

- ¿Eso es una arma de caza para usted?

- Pregunte a las ratas y topillos que merodean por aquí.

- Bueno, está claro que con un balín no se abate ni un cerdolí ni un jabalí. Gracias.


Saludaron de forma marcial y tal como llegaron se fueron, dejando tras de si una nube blanca de aceite quemado.


Eduardo sonrió y miró a Ruth, esta se limpiaba las garras metódicamente:


- ¿Y bien? ¿Vas de caza o tengo que hacer huevos duros para almorzar?


Ruth terminó su limpieza, se frotó contra las piernas de Eduardo y se metió en el bosquecillo cercano. A la media hora volvía con una perdiz de buen tamaño, la dejaba a los pies de su dueño y maullaba satisfecha.


- Un día de estos tengo que enseñarte a desplumarlas.


Ambos comieron perdiz, cruda para Ruth, asada para Eduardo. La fijación de la dentadura postiza se resintió del esfuerzo.





CAPITULO 4.

Cartas desde la Tierra” sobre la mesa de la taberna, junto a un carajillo de orujo y un café con leche. Eduardo hojeaba el libro, Luis lo miraba hacer:


- No te hacía yo de literatos americanos, no sé por qué te imaginaba más de Homero o ,como algo moderno, de Lope de Vega.

- Me va más Pío Baroja, pero un extranjero de vez en cuando tampoco es tan malo.

- Cualquier día te veo con un libro de Bukowski bajo el brazo.

- ¿De quién dices?

- Nada, déjalo.


Eduardo se peleó un rato con el papel y el tabaco de liar, había perdido práctica tras un año sin fumar. Finalmente consiguió algo parecido a una vara combada, sorbió un poco del café con leche, se llevó el cigarrillo a los labios y lo encendió con un viejo encendedor de gasolina. Tras la primera bocanada el ataque de tos, el cigarrillo salió disparado como un misil. De poco le acompañan sus bronquios. Tuvo que correr al baño, el esfuerzo de la tos propició la prisas. Volvió al rato con las botas húmedas. Luis se hizo el loco.


Aquella mañana había llegado la segunda paloma, el papelito que portaba era un galimatías de números; abriendo el libro empezó a aplicar la clave para desentrañar el mensaje cifrado.


Luis lo observaba entre confuso y curioso. Eduardo abrió el libro, fue a una página determinada, contó palabras y subrayó la primera letra de una, luego cerró el libro.

A continuación, en un papel aparte empezó a cambiar números por letras hasta obtener un mensaje legible; una forma de criptografía simple pero efectiva. Se escriben todas las letras del alfabeto, se remite una referencia de un libro, se indica página y número de palabra, a partir de la primera letra de la palabra se numeran las del alfabeto y el resto es simple.


- Lo tuyo sí que es lectura rápida.

- Tengo que irme unos días ¿podrás cuidar de Ruth y los bichos?

- Sí, claro, pero...de qué va todo esto.

- Negocios o mejor dicho, posibles negocios, ya te contaré cuando lo tenga más claro. O eso o que el pasado me persigue, como a todos.


Luis sabía que cuando Eduardo se ponía enigmático no había quien le sacara sílaba, asintió con la cabeza y se dedicó a rematar el carajillo.


- Luis... ¿Qué tal se te da cazar?

- En la carnicería de coña y aquí ya ni te cuento. Levanto la mano y consigo que me lo traigan cocinado.

- Pero algo de armas sabrás.

- Hice la mili en farmacia, lo más peligroso que vi fue una pastilla capaz de producir cagaleras a un roble, la usaban para los que sufrían de estreñimiento. No sé si se puede considerar “arma”, casi todos los que la tomaban acababan en el hospital deshidratados. Tengo un par en casa, no tienen fecha de caducidad.


Camila pasó junto a ellos sin mirarlos, media sonrisa pícara en la cara, pavoneándose como una quinceañera. Melena negra de tinte, ojos castaños, blusa de escote generoso, falda marcando popa y ondulación insinuante.


- ¡Pero bueno! Ni saludar...será.

- Peligrosa, Luis, el adjetivo es peligrosa.

- Nos ha ignorado.

- Es lo mismo que hace Ruth conmigo cuando tiene la tripa llena. No hay tanta diferencia.

- Con lo que nos sacrificamos por ella.

- Sí, claro. Nos incluirán en el santoral, Luis y Eduardo, mártires que dieron su vida por una ninfómana en cama de hierro.

- No estaría mal ¿qué tal me quedaría un corona dorada en el cogote?

- Eso solo lo tienen los santos.

- Clasistas, son todos unos clasistas.






CAPITULO 5.


Nació en Gorliz, Vizcaya; era la suya una familia de la nobleza vasca venida a menos pero que conservaba la esencia y las costumbres de épocas pasadas. El padre, Ander, se había dedicado durante años al comercio y la importación. Fue arruinando el patrimonio familiar con decisiones no muy acertadas; como la de traer de Noruega carne de reno ahumada, Haggis escoces, queso Marzu de Cerdeña y remató con el Surströmming sueco.

Finalmente logró algo de estabilidad al dedicarse a la exportación de vinos de origen valenciano a Francia, eran excelentes, pero poco conocidos internamente. Todo empezó al conocer a un comerciante valenciano al que intentó vender sus importaciones, para convencerlo le invitó a pasar unos días en el caserío. Como cabía esperar fue al revés, el valenciano le convenció a él. Los galos embotellaban el vino valenciano como si fuera suyo y todos ganaban.


La Madre, Nekane, era un auténtico sieso de formas caballunas, que imponía normas y rezos. Se pasaba la vida pegada a los visillos de la ventana que daba a la plaza, criticando a unos y otros. Ya es sabido que en este país prima ver la paja en ojo ajeno y no ver la viga en el propio. Cinco hijos había traído al mundo, tres chicos y dos chicas.


El mayor cursó estudios y terminó la carrera como arquitecto naval, sus primeros diseños fueron decepcionantes. Intentó entonces diseñar submarinos, pero solo funcionaron a medias, se sumergían rápidamente pero nunca volvían a emerger, el problema sigue sin ser resuelto en los astilleros españoles. Los dueños del astillero decidieron prescindir de sus servicios, lo último que se supo de él es que trabajaba en un mercante, como marinero, haciendo la singladura de Madeira a Puerto Santo en Brasil. Al cabo de unos años envió carta a sus padres donde les comunicaba su matrimonio y adjuntaba foto, el médico tuvo que acudir de urgencias, tal fue el efecto para la madre de ver a su hijo casado con otro hombre, negro y un palmo más alto. Su padre fue más práctico al afirmar “al menos no podrá tener hijos tan tontos como él”. Quedó prohibido volver a mencionar su nombre.


El segundo hijo escogió la carrera militar, para la que estaba particularmente dotado según los cánones de aquella época. Borracho, pendenciero y jugador causaba un problema tras otro en casa, fue un alivio verlo partir con su uniforme de marina. Todo fue bien hasta que llegó el momento de subir a bordo del navío, su capacidad para alimentar a los peces por la borda de estribor sin salir de puerto causó sensación. Eso y el embarazo de la hija de uno de los oficiales instructores de la Academia de Suboficiales provocó unas nupcias precipitadas y su paso a labores administrativas en tierra firme. Volvió allí a sus antiguas costumbres hasta que fue destinado a un destructor a instancias de su suegro, desapareció en alta mar cerca de Gran Sol, su desconsolada viuda abrió una botella de chacolí al enterarse y rezó novenas para que no reapareciera.


Las dos niñas, Leire y Oihana, hacían honor a sus nombres de pila. Ambas habían heredado la belleza natural de su madre y su carácter, aunque acentuado. No consiguieron casar a ninguna de las gemelas ni aun dotándolas con todo lo que quedaba de patrimonio. Por imposición de la madre ingresaron en una orden religiosa.

La orden las envío a África tras el noviciado, cayeron en manos de Boko Haram que propuso un trato a los pocos días; se entregaban voluntariamente cincuenta de sus hombres si se las llevaban de allí.

Finalmente fueron a parar a un convento de clausura con juramento de silencio en Burgos. Nadie las echaba en falta desde entonces.


Y nos queda Aitor, el menor, actualmente sacerdote de una aldea cántabra. No solo era el menor en edad, sino que no tenía nada de chicarrón del norte; bajito, físicamente débil y de poco comer, odiaba el marmitako y le encantaba la paella.

Se hizo amigo de un gaditano que llegó a Euskadi con el resto de su familia como temporeros para la recogida del espárrago, al de Cádiz le dio pena verlo siempre tan apagado y quiso remediarlo con una trompeta de marihuana que había que sujetar a dos manos. El efecto fue que tuvo visiones y su cerebro las interpretó como una aparición angelical, nació así una devoción que le llevó a tomar los hábitos, convenciendo al de Cádiz para que le acompañara en el sacerdocio.

El paso de ambos por el seminario dejó huella, especialmente cuando el de Cádiz sustituyó el incienso por unos cogollos selectos que elevaron el alma de más de uno hasta el cielo.


Al ser ordenados sacerdotes a Cipriano le tocó aquella aldea y al de “Caíz”, rebautizado como Salustio, una iglesia de barrio en Barcelona. Los nombres asignados fueron una pequeña venganza por parte del Obispo.

Antes de separarse Salustio le regalo una bolsa con semillas, diciéndole que con sus hojas se hacía un té delicioso y muy tranquilizador.




CAPITULO 6


Estaba en la cocina dando hachazos a un costillar de jabalí, desde la ventana de la casa parroquial podía ver el trasiego de la plaza, soltó un bufido al ver a Camila y su contoneo. Aquella mujer le tenía amargado ¡dos almas en peligro por culpa de una mujer! aunque una fuera la de un infiel.

Decidió ir a pensar al jardín; aficionado a la herboristería tenía allí su rincón de plantas medicinales y de sazón. Su amigo gaditano, con el que se carteaba regularmente, le había enviado unas semillas de amapola que daban color a aquel jardincillo con su rosa pálido. Sentarse al sol de mediodía junto a ellas siempre le producía sensación de paz interna.

Se subió la sotana para no tropezar al bajar los escalones y se dirigió a la silla de enea, al lado una mesita con un taza y una tetera. Lleno la tetera con agua del pozo y la puso a calentar en un fogón eléctrico, que tenía allí para tal menester. Cortó unas hojas de la planta de té y lo dejó infusionar cinco minutos.

Nada como un buen té para poder pensar, se dijo a sí mismo mientras se servía una taza generosa con una cucharada de miel. Aquel té siempre le pareció de sabor raro, pero cómo dudar de su amigo Salustio, más viendo que realmente era relajante y que abría el apetito.

El té en cuestión tenía también otro efecto; la aparición de un espectro de nombre Enchesvinto, según la propia aparición, se trataba de un mártir godo que acudía a él para ser reconocido en el santoral.

Aunque Cipriano no ponía en duda a la visión, siempre se preguntaba cómo era posible que un godo hablara a veces con acento de Reus, Torrent, Triana y algunas veces de Buenos Aires.

Los caminos del Señor son inescrutables”, se decía a si mismo para justificar esos cambios de estilo.

Hoy al santo le dio por Buenos Aires, apareció con traje ceñido, sombrero a juego, zapatos de charol bicolor y pañuelo en contrapunto en el bolsillo de la americana.


- ¡Ché, viejo! Tiempo sin veros.

- Sí, he andado liado intentando salvar un par de almas.

- Vos siempre peleando contra el diablo.

- Pues sí, ya ves ¿eso que se oye es un tango?

- ¿Y qué querés que suene, el último de Kortatu?

- Hombre, no, pero imaginaba la música celestial de otra guisa.

- Ya andamos cagando ¿acaso te crees que un angelito porteño va a tocar sardanas o a Bach? No, viejo, tocá tangos.

- Vale, vale, no te pongas así.

- Bueno y qué querés.

Iba a exponer sus dudas cuando la visión empezó a desvanecerse.

- ¡Vaya! ahora no podré contar con el consejo de Enchesvinto, que para colmo se aparece cada vez más raro.


Recostó su espalda contra la silla, recordó que en la última aparición se parecía a un cantante de boleros, maracas y orejas incluidas, no paró de cantarle una que hablaba de angelitos negros y pintores. Ese día no respondió a una sola pregunta.

Se relajó mirando los narcisos en flor, algo se le ocurriría para poner en vereda a aquella Lilith de caderas anchas, con o sin ayuda del godo. Ningún súcubo iba a triunfar en su feligresía.

Su cara risueña se transfiguró con la urgencia del hambre, por suerte había puesto a cocer un estofado antes de salir a hablar con “Vinto” y la olla a presión llevaba un buen rato silbando; después de comer le escribiría una carta a Salustio para pedirle consejo.




CAPITULO 7



Le esperaba un largo viaje, aquella zona de España dista de estar bien comunicada, ideal para estar tranquilo, pero fatal si tienes que moverte. Preparó su mochila con todo lo necesario, iría en autobús hasta Zaragoza y de allí a su destino en Barcelona en otro.

Hacía ya cinco años que no pisaba la ciudad Condal, no sabía como habría evolucionado la ciudad ni que podía encontrar a su vuelta al barrio. Decidió tomar las máximas precauciones,a fin de cuentas siempre es mejor prevenir.


Ruth no quedó especialmente conforme con la huida de su esclavo. Un zarpazo en la butaca de Eduardo, que dejó cinco cortes paralelos, fue su gatuna manera de demostrarlo.


Luis fue el encargado de acercarle a la estación de autobuses de Santander, no le supo mal hacerlo. Le encantaba el olor a salitre y podía pasar horas mirando el planeo de las gaviotas sobre la bahía, o el andar rápido de las garcetas buscando comida entre las algas durante la marea baja. Tras despedirse de Eduardo entró en un bar y pidió un bocadillo de calamares acompañado de una cerveza de lata, se sentó en un banco y sin darse cuenta casi le alcanza el amanecer.


Nacido en Madrid, entró como manipulador de telegrafía tras licenciarse del servicio militar, todo le iba bien en Correos y en la vida hasta que conoció a Matilde. Se conocieron en el ascensor de unos grandes almacenes y lo suyo fue atracción animal; ella dijo ser viuda, él no quiso hacer caso del anillo que ella lucía, “un recuerdo del difunto” pensó.

Hasta que el muerto se presentó por sorpresa en su piso, justo cuando la supuesta viuda disponía de una parte delicada y muy querida por él en la boca. La brusca irrupción se tradujo de primeras en un mordisco. Siguió una lluvia de golpes propinada por el furibundo muerto y sus dos amigos. Una patada del primero le hizo saber que calzaba un 44 de suela de piel y que conocía a la perfección la ubicación de los testículos de un hombre. Sus amigos demostraron una habilidad natural para picar carne con los puños.

Perdió el conocimiento y casi la vida por la hemorragia. Pudo llamar a urgencias y una ambulancia le trasladó. La estancia en el hospital no estuvo libre de algún que otro problemilla, especialmente a su llegada. El cirujano estaba cazando y le atendió un médico en prácticas. La enfermera pudo convencerlo de que usar grapas quirúrgicas en el miembro viril no era la opción más recomendable. El novato en cuestión a lo más que había llegado era al sobrehilado del bajo de unos pantalones. Al ver su poca pericia la enfermera decidió tomar el control, no era cualquier cosa como mujer y los efectos secundarios se hicieron notar en la manipulación. Joven pero experta, solventó la situación con un gel congelado en la zona testicular para poder coser. Tras unos días de hospital, más el tiempo necesario para que le quitaran los puntos del pene, pudo volver al trabajo.

Sin embargo, las cosas no fueron a mejor, tal como entró por la puerta fue llamado al despacho del director, allí supo que la viuda era la esposa de un director del director del director del director – ya se sabe lo que pasa en las empresas públicas- y o firmaba un traslado voluntario o era despedido de manera fulminante. Con una hipoteca pendiente no era momento para quedarse sin empleo, firmó el traslado y acabo con sus huesos en aquella aldea, la telegrafía murió con internet y la posibilidad de volver a Madrid con ella; tuvo que aprender a convivir con lo que el destino le había dado.

Estaba solo y sin amigos hasta que llegó Eduardo, al principio huraño y mal fiado, el tiempo fue limando diferencias hasta cambiar la situación.


Al volver a casa Ruth le hizo saber que no estaba dispuesta a quedarse sin cena porque al señorito le apeteciera tomar el fresco junto al mar, mientras se atiborraba de calamares, ya podía empezar a enterarse de su papel de esclavo o la próxima vez habría algo más que una almohada destrozada.


El autocar cerró sus puertas y se puso en marcha, el asiento era de ventana y bastante cómodo, apenas un tercio del pasaje y nueve horas de viaje por delante. Eran las 9:30 cuando salió de la terminal. Llegaron a Irún donde un chicarrón vasco se sentó a su lado, comprimiéndolo contra la ventanilla; no es que él fuera esmirriado es que el chaval era enorme.

En San Sebastián pudo recomponer su comodidad perdida al apearse el compañero; desgraciadamente las alegrías en este país duran lo que el frescor de una cerveza al sol de agosto. Tras los veinte minutos de parada, que aprovechó para darle una ducha a sus botas y comer unas tapas a lo rápido, volvió a su asiento; esta vez su acompañante era una mujer iluminada por Buda, pelo cano despeinado en rizos, que hedía a Patchulí.

Se presentó con un “Namasté” como Saraí y tomó asiento. Eduardo se había temido lo peor al verla y los hechos refrendaban sus temores. A la media hora aquel torbellino de ideas había salvado la Antártida y empezaba con la selva amazónica. Hora y media después se enfrascaba en un monólogo sobre las bondades de la homeopatía versus la medicación farmacéutica. Empezaba a pensar en el buen uso de la lengua que hacía Camila y el desperdicio de agilidad en tal músculo que prodigaba aquella desconocida. En el resto del autocar el olor a Patchulí provocó más de un mareo. Casi el mismo efecto que la verborrea incansable de Sarai.

Habían pasado tres largas horas desde que salieran de San Sebastián cuando Eduardo decidió que ya había alcanzado el límite de su paciencia; pasó a la ofensiva tras soportar una descripción detallada del cultivo ecológico del champiñón, variedad Portobello, y al inicio de un discurso sobre la cría de gallinas en libertad.


- Señora, disculpe ¿Cree usted en el amor libre?

- ¿Por qué me pregunta eso?

- Por saber si puedo enviarla a joder a otro sin tener remordimientos de conciencia.


La treta dio resultado, sintiéndose ofendida guardó silencio hasta llegar a su destino. En cuanto se apeó los pasajeros estallaron en vítores y agradeciendo a Eduardo que consiguiera hacerla callar. Durante unos kilómetros el autocar circuló con todas las ventanas abiertas. Sin duda aquella era una mujer de las que dejan huella.


Se apeó en la Estación Central de autobuses de Zaragoza, hacer el viaje del tirón era demasiado para su osamenta. Iba sobrado de tiempo como para tener que sufrir. Los primeros pasos tras bajar fueron duros, tardó unos minutos en poder recuperar la verticalidad completa y caminar como un ser humano. Paró un taxi que le llevo hasta el hostal que había reservado. En la admisión quedaron un tanto sorprendidos por el olor a hindú que despedía aquel huésped. Cuando les explicó lo sucedido se ofrecieron a hacerse cargo del lavado de su ropa sin coste añadido. Aceptó el ofrecimiento sin dudarlo.


A la mañana siguiente, tras un copioso desayuno bien cargado de colesterol, decidió dar un paseo hasta la Basílica del Pilar. Era algo que le debía a su madre, aragonesa hasta la médula y como tal devota de “La Pilarica”. Aunque por vivir en Barcelona había adoptado también a “La Moreneta”, no fuera cosa.

Encendió dos velas en el candelero y dejo dádiva en el cepillo, como está mandado. Luego se dio como premio de un bocadillo de calamares picantes. El primer bocado le trajo a la mente a Cipriano, a buen seguro le hubiera encantado verle arrodillarse, presignarse ante el altar y rezar un padrenuestro. Una sonrisa pícara asomó antes del primer trago de cerveza. Tras el trago se acordó de los jabalíes ¿quién podía haber abatido aquel ejemplar? A Cipriano le habían dejado un costillar y un pata trasera a la entrada de la iglesia, el resto desapareció… “Estará en el congelador de alguien que va a misa, seguramente”.

Después de recoger la mochila en la pensión y pagar la cuenta, con una buena propina por el servicio de lavandería, fue a la estación del tren.

Se sorprendió al ver llegar el tren puntual: “algo va mal en este país, no es normal tanta puntualidad y menos en un tren”

Se acomodó en su asiento de primera clase y disfrutó, entre cabezaditas, del paisaje durante el trayecto.

El traqueteo previo a la entrada en la estación de Sants le despertó, abrió los ojos en la oscuridad del túnel en su llegada a los andenes. Se incorporó con un crujido de articulaciones. Le dolía todo el cuerpo, incluso partes que no sabía ni como se llamaban. Con un esfuerzo alargó el brazo y asió la mochila mientras el tren se detenía con un último toque de freno y los altavoces pregonaban su llegada.

Esperó a que el remolino de gente con prisas bajara, el lumbago le recordó que seguía allí.

Pasó de los andenes ferroviarios a la enorme sala de distribución donde gente, ajetreada y tan pérdida como él, pululaba como un enjambre de moscas en pos de una salida. Notó sus sentidos saturados por el exceso de movimientos, olores, sonidos y luces, finalmente encontró su camino y se hundió en los intestinos de la ciudad con destino a Plaza Catalunya.

El recorrido en metro se le hizo eterno, con sus vaivenes, su alaridos agudos de metal contra metal, aceleraciones y chirriar de frenos. La voz amortiguada que nombraba las estaciones y el tufo indescriptible a catacumba, con un toque de colonia barata, le transmitían la sensación subconsciente de que aquel ya no era su lugar en el mundo.

Renació a la luz en aquel sumidero de humanidad que tragaba y vomitaba por igual seres anónimos con aura de prisa, todo el mundo tenía prisa, menos él.

No habían cambiado ni la diversidad de las gentes ni las palomas, descaradas y escandalosas, dispuestas a colonizar a cualquier niño o adulto que llevase un puñado de pan seco en las manos o de semillas de sorgo. Carteristas y descuideros al igual que las palomas estaban dispuestos a limpiar a cualquiera y a levantar el vuelo a la menor señal de peligro. Pudo ver a uno de los “aguadores” en uno de los laterales de la plaza, vigilando el paso de peatones hacia el centro comercial.


Decidió que era un buen momento para tomarse un respiro en la terraza de una de las cafeterías que bordean la plaza. El café con leche habitual se convirtió en una cerveza con tapa y desfile de pastillas, cosas de la hora. Poco a poco se fue acostumbrando al ritmo de la ciudad, mientras sentado cómodamente mordisqueaba una rebanada de pan con tomate recubierta de boquerones en vinagre. Hubiera preferido anchoas de La Escala, pero en ocasiones es mejor conformarse, pidió la cuenta y echo a andar camino a Las Ramblas. Constató que no había mucha diferencia entre los carteristas de la plaza y los precios de las cafeterías, ambos conseguían el mismo resultado, la única diferencia era la legalidad con la que actuaban.


Hubiera querido llamar a Luis, pero algún genio maléfico había abducido las cabinas telefónicas a una dimensión desconocida. La única que había olvidado en su tarea de incomunicación mostraba sus tripas al aire, inutilizada. Aunque le producían grima y casi fobia adquirió un teléfono móvil, un modelo antiguo y pequeño, sólo permitía las llamadas de voz con una tarjeta prepago. No se molestaron en comprobar su identidad, al dependiente le pareció de lo más normal que alguien se apellidase García López, siempre que pagase al contado.

Caminó Ramblas abajo hasta el mercado de “La Boquería”. Aquella plaza de abastos se había reconvertido en el mayor centro de “comida para llevar” de la ciudad. En una calle secundaria estaba la pensión en que iba a hospedarse mientras tanteaba el terreno. Los seres humanos tienden a olvidar los momentos felices con mayor facilidad que aquellos en que su vida ha peligrado. Su memoria estaba llena de ese tipo de recuerdos y Remigio los puso de actualidad.


Tras dejar el equipaje en la habitación salió de compras, las botas de montaña no eran lo más adecuado para caminar por la ciudad. Adquirió unas zapatillas de deporte, una navaja multiusos, una gorra, una mochila decorada con la “Unión Jack”, tinte rubio para el pelo, bermudas y camisetas multicolores. Volvió a al pensión y a su salida era ya un turista anglosajón más, versión cutre estilo Punta Ballena.


Con este atuendo se detuvo a almorzar en un viejo restaurante de menú, que se escondía entre las Ramblas y el Paralelo, sus paredes y techos de color caramelo oscuro clamaban a los cuatro vientos que allí solo podía comer quien tuviera todas las vacunas posibles. Los habituales del local dejaron las cartas o el periódico para prestar atención al recién llegado, aquella no era zona para hijos de la “pérfida Albión”.

Eduardo se sentó tranquilamente y pidió al camarero el plato del día. Al rato una ración de callos con garbanzos aterrizaba frente a él. Ambos componentes flotaban en un mar de grasa rojiza, aunque olían bien. Sonrió, hacia tiempo que no los cataba, cosas del ácido úrico y el médico. Como postre y remedio paliativo pidió una copa de absenta con el café.


- Señor, ese licor está prohibido por su graduación.

- No para mí y ponle un pepinillo para que le dé sabor.


El camarero, que hubiera peinado canas si le hubiera quedado alguna en la redondez de su cráneo, no hizo comentario alguno; entró en la cocina y de la puerta batiente de las comandas salió un tipo menudo, ancho de espaldas y con cara de malas pulgas.


- ¿Así que el señor quiere una absenta con pepinillo?

- Sí, hace tiempo que no me tomo una en condiciones.

- ¿El pepinillo encurtido o en vinagre?

- En vinagre por supuesto, la sal no liga con la absenta.

- ¡Serás cabrón! ¡Cinco años sin verte! ¿no estarías en la trena?

- Nones, decidí cambiar de aires.

- Y esa pinta de “guirí” inglés.

- Quería pasar desapercibido.

- Irreconocible puede, pero desapercibido en una zona como esta, difícil lo veo. Más de uno se habrá relamido pensando que eres presa fácil.

- Peor para él ¿no te parece?

- Conociéndote seguro que sí.


El camarero ,que estaba de nuevo tras la barra, devolvió disimuladamente la recortada a su lugar; un imán la mantenía pegada en su parte inferior. El ambiente se relajó y los asiduos apoyados en la barra, que un momento antes parecían mancos, volvieron a mostrar ambas manos.


- ¡Vicentet, traete la botella de Pacharán y dos vasos! ¡Que estén bien limpios! Y tú ya puedes empezar a hacer la clueca y cantar de plano, Eduardo.


Vicentet nació en Valencia, en la localidad de Torrent. Medía un metro setenta justito y era de complexión delgada, nervudo. Su padre había muerto hacía años, en una de las batallas de la Guerra Civil que asoló España. Su madre lo crió como pudo hasta que las fuerzas le fallaron. A los dieciséis años cumplidos, sin casa, familia o trabajo decidió emigrar. Como muchos otros llegó a Barcelona bajo el reclamo de que allí había trabajo para todos. Al bajar del tren alguien le entregó un papel, una hoz y un martillo encabezaban el texto. Cometió el error de empezar a leerlo, no había llegado a la segunda línea del manifiesto cuando dos tipos le sujetaron y se lo llevaron a la fuerza. En la comisaría no tuvieron miramientos, según ellos era “un rojo de mierda”. Acabó con sus huesos en la cárcel Modelo. Dos años después le pusieron en libertad no sin antes darle “una pasadita cariñosa” como despedida. Tenía ya 18 años.

Sin una peseta en el bolsillo y un ojo morado entró de casualidad en una tasca. Tras la barra un tipo no muy alto, pero capaz de tumbar a un buey de un bofetón, le preguntó que quería tomar. Vicentet, con buen criterio, decidió optar por la sinceridad y contar su historia; incluyendo que estaba muerto de hambre y no tenía con que pagar. El hombre desapareció en la trastienda y reapareció con un plato de albóndigas en tomate.

- Coge el plato y te pones en aquella mesa del fondo. Los cubiertos están ahí, las servilletas allá, el pan te lo llevo ahora. Nada de beber alcohol, agua.

Aquellas albóndigas le supieron a gloria, luego le supieron a futuro. El hombre se presentó como Xisco, era el propietario, y sentado con él a la mesa le ofreció trabajo:

- Mira chaval, no es que el negocio vaya boyante, pero trabajo hay. No puedo pagarte mucho, pero la trastienda tiene una habitación, si la vaciamos da para una cama. Por la comida no tendrás que preocuparte. Quizá no sea lo ideal a tu edad, pero mientras buscas algo esto es mejor que nada ¿Qué me dices?

Vicentet aceptó sin vacilar. Aquel mismo día tomó posesión de la barra. Al cerrar el local vaciaron la habitación prometida que disponía de ventana a un patio interior. La primera noche durmió en el suelo, sobre un jergón. Al día siguiente aparecieron una cama, una mesilla y un armario para la ropa. Allí le llamaron para “La mili”, tuvo suerte, le dieron como inútil al tener los pies planos.

Cuando la tasca empezó a tener problemas económicos intentó buscar algún empleo fuera, aunque Xisco lo trataba como a uno más de la familia no quería ser una carga. No hubo suerte todo estaba copado. Hasta las prostitutas tenían falta de clientes. Por suerte un amigo de la familia les inyectó capital y pudieron salir a flote. En todos los años que llevaba allí sólo sabía que el nombre del desconocido era Eduardo.

Xisco y su familia se habían ganado una lealtad inquebrantable en la persona de Vicentet. Al oír el nombre del visitante esa lealtad se amplió al recién llegado.



CAPITULO 8.


La misa había sido un éxito, casi todos los de la aldea y alrededores habían estado presentes. Pensaba en ello Cipriano mientras doblaba cuidadosamente la estola, el cíngulo y empezaba a despojarse de la casulla. Un olor conocido en la calle, pero anormal en la sacristía, llamó su atención. Se dio la vuelta tras guardar la última prenda y halló el origen. Allí estaba Honorio, apodado en los días de seminario, como “el cuervo” por su prominente nariz, envidia de cualquier Cyrano.

Honorio había escalado rápidamente posiciones y era ahora uno de los secretarios del Obispo. Entró disimuladamente durante la misa y se situó en un lado haciéndose invisible, había seguido desde allí toda la liturgia evaluando al sacerdote. Saludó:


- ¿Honorio? ¿Qué te trae por aquí?

- Bonito sermón, veo que no has desperdiciado las clases de Retórica, algo falto de contundencia para mi gusto, pero no ha estado mal.

- Intento que no se aburran, pero tampoco es cuestión de soflamas.


Cipriano sintió un escalofrío recorrer su espinazo, aquel cura de pasillo obispal no era pájaro de buen agüero. Seguía percibiendo aquel tufo. Bajó la mirada y pudo ver con claridad su origen. Honorio paseaba el tributo bovino al reino vegetal de una vaca, pura ecología de pueblo adherida a su zapato y que llegaba hasta media espinilla.


- Veo que has entrado en contacto directo con la vida de la aldea.


Honorio vestía traje con alzacuellos, de corte impecable, aunque su nariz corva y enorme junto con una ligera joroba desmejoraba ligeramente su sacerdotal presencia. Medía casi dos metros de altura y era delgado como una caña. No estaba de humor para chanzas y pasó a lo que mejor se le daba, atacar.


- No estoy aquí por gusto, ha llegado información preocupante a oídos de su Excelencia.

- ¿A qué te refieres?

- Alguien le ha hablado de cierta planta de té y unas bonitas amapolas en tu jardín.

- ¿Qué tiene eso de malo? A fin de cuentas, tomar té no es pecado y las amapolas, como bien dices son preciosas, color rosa.

- Mejor vayamos a la casa parroquial ¿tienes algo para poder cambiarme?


Un grupo de moscas revoloteaba alrededor de la pernera de Honorio, contentas, pensando en el atracón que iban a darse.


- Sí, claro, perdona. Hay una sotana del anterior cura, creo que te servirá. Además, es la hora de comer, tendrás hambre ¿te va bien un estofado de jabalí?


Honorio asintió y ambos salieron camino de la casa parroquial.


Al llegar Cipriano metió los pantalones y un calcetín en la lavadora. Ambos se sentaron a la mesa, rodeados de un fuerte olor a naftalina. Casi prefería el olor a excremento de vaca.


El anterior cura no era, ni por asomo, tan alto como Honorio. La sotana apenas le cubría las rodillas, por suerte su delgadez le permitía que de hombros le quedase impecable. Así vestido, mostrando las pantorrillas y parte de los muslos, un pie con calcetín negro y otro enfundado en el zapato al desnudo, bendijo la mesa.


Aquel estofado, delicioso para cualquier persona normal, le pareció grosero y poco refinado. Pero a buen hambre no hay pan duro y el menú de la taberna no ofrecía mejor perspectiva. Comieron en silencio.


Finalizada la comida Cipriano propuso tomar el café en el jardín, no acababa de entender la visita de “el cuervo”.


- Ha llegado a oídos del su excelencia que tienes plantas de marihuana en tu jardín, además de amapolas de opio y quiere que te deshagas de ellas.

- ¿Mariqué?

- No te hagas el sorprendido, esas dos plantas son de cáñamo indico, también conocido como marihuana, una estupefaciente. Y tú, pecador, tomas infusiones de sus hojas. A saber qué harás con las amapolas de opio.

- Te prometo que no lo sabía, si es cierto que hago infusiones con esa planta, pero las amapolas me parecieron simplemente bonitas.

- Luego confiesas.

- Confieso que no sabía de las propiedades que indicas de la planta y que desconocía que esas bonitas flores fueran lo que dices. En todo caso con arrancarlas y quemarlas asunto arreglado.

- Eso lo decidirá el obispo.


Sin esperar a nadie Cipriano se afanó en la labor de arrancar las dos plantas de marihuana, con sus preciosos cogollos. Le fastidió hacerlo con las amapolas, le parecían preciosas. Hizo un montón con todo y le prendió fuego. Ambos entraron en la casa mientras las llamas consumían las plantas, generando un espeso humo que se elevaba majestuosamente hacia el cielo.





CAPITULO 9.



- Pater, Pater, Cipriano ¿me oyes?


Abrió los ojos y vio la cara de Miguel a poca distancia. Una mano le daba suaves cachetes en la cara intentando devolverle a la realidad.


Se fue recuperando poco a poco, veía gente pulular a su alrededor, ajetreados en tareas de limpieza. Su juego de té había desaparecido, una cafetera en el fuego y sus fieles por todas partes.


- Qué ha pasado, qué hacéis.


Una mano femenina le alargó un tazón de café con leche. Miguel tomó la palabra.


- Ha pasado que puso usted a quemar plantas sin tener en cuenta lo que ardía. Se han intoxicado tanto usted como el otro cura. Bueno, suponemos que es un cura. Lo que hacemos es ordenar y limpiar todo, esas plantas no son legales. La patrulla esta de camino, algún inconsciente ha llamado al cuartelillo y no deben encontrar nada de esto.


- Yo no sabía…

- No se preocupe por eso, Pater, que nadie pone en duda ese punto.

- ¿Qué ha sido del cuervo, digo...Honorio?

- De eso nos preocuparemos luego, está bien, es todo lo que ahora mismo necesita saber.


Cipriano dio un trago de la taza, estaba endemoniadamente cargado aquel café. Se puso en pie con ayuda de Miguel y pudo ver como las cenizas de la hoguera habían desaparecido, en su lugar quemaban lentamente unos rastrojos. En el lugar ocupado por las enormes plantas de cáñamo unos sencillos romeros parecían felices, unas hortensias floridas habían tomado al asalto la ubicación de las amapolas.


Una voz de mujer le explicaba que el viento había rolado y con ello la casa se había llenado de humo, los componentes alucinógenos de las plantas les intoxicaron hasta dejarlos sin sentido.


Aquella voz de mujer… ¡¿Camila?! Cipriano iba de sorpresa en sorpresa. Miró a Miguel.


- Le puede dar las gracias, ella nos avisó. Casi no llegamos a tiempo.

- Qué va a decir el señor obispo cuando se entere de esto. Que se enterará, bueno es Honorio para estos temas.

-Honorio no dirá nada de nada y el obispo menos mi querido curita. Sentenció Camila.


Cipriano la miró con cara de interrogación, medio mareado aún. Había algo raro en aquella mujer, aún teniendo el aspecto de Camila no se comportaba como él hubiera esperado. Será que aún no estoy del todo recuperado, pensó.


- Honorio no dirá nada porque debería explicar que hacía correteando por la plaza simulando ser una gallina y el obispo, que es mi hermano mayor, se guardará muy mucho de tomar acción correctiva alguna hacía usted.


¿El obispo hermano mayor de Camila? Sin duda los efectos del humo aún estaban presentes en su organismo. Oyó varios silbidos, el primero lejano el último tras la tapia. La gente desapareció de la casa y sólo Miguel permaneció a su lado.








CAPITULO 10.


El sargento de la guardia civil miraba a su alrededor, el todoterreno estaba rodeado de ganado, ovejas y vacas. A su lado el novato se mostraba impaciente.

- Voy a bajar a ahuyentarlas.

- ¿Eres pamplonica?

- No mi sargento.

- Pues quédate quietecito y ni se te ocurra salir.

- Pero…

- ¿Ves a esa vaca que nos mira directamente con la testa baja?

- Sí.

- Se llama “estrellita”, ya ha enviado al chapista tres vehículos y a dos agentes, novatos como tú. Salvo que quieras correr unos sanfermines fuera de época quédate sentadito y no hagas tonterías. He visto miuras con menos mala leche que la de esa vaca.

- También es casualidad que justo ahora nos veamos así.

- ¿Casualidad? Ninguna.

- No entiendo.

- Nadie saca el ganado a pacer a las diez de la mañana, esto lo hacen por algo o por alguien.


Una ristra de silbidos se oyó de fondo, el rebaño despejó el camino rápidamente, el pastor les saludó amablemente. Minutos después llegaban a la aldea y entraban en la casa parroquial.


- ¿Qué ha pasado aquí?

- Poca cosa para lo que podía haber sido, sargento, aquí al páter se le ocurrió limpiar de malas yerbas el huerto y ponerlas a quemar. El viento viró y llenó las estancias de humo intoxicándolo. Ha ido de poco que no terminara en el despacho de su jefe.

- ¿Tenemos que bajarlo al hospital?

- No hace falta, el médico ya le ha visto, tendrá dolor de cabeza un par de días pero se repondrá.


El sargento agradeció la información de Miguel y salió de la casa con su acompañante.


- Huele mal, ahí ha pasado algo más.

- ¿Qué ha pasado según tú, novato?

- Ese cura tenía plantas de maría y amapolas que ya no están.

- ¿Plantas de maría, amapolas? ¿cuándo has visto tu eso?

- Sargento, el otro día los cogollos asomaban por encima de la tapia, usted mismo…

- ¿Yo? Lo que yo vi fueron los plumeros de unas cañas que asomaban.

- Las amapolas…

- Tu alucinas chaval...hortensias, mi madre siempre tenía en el caserío y no creo que sean nada ilegal.

- Pues en el informe…

- En el informe, que yo redactaré y tu firmarás, pondrá que el señor párroco quiso limpiar de malas yerbas su jardín; amontonó los rastrojos y les prendió fuego guardando todas las normas de seguridad, no contó con la influencia del viento y ha sufrido una intoxicación severa por humo de la que se está recuperando con normalidad.

- Pero el cáñamo…

- Te lo voy a explicar de otra manera, novato. Ese cura no tenía ni idea de lo que tenía en su huerto, cuando lo supo obró de manera responsable y le salió mal. Aparte de eso ese tío que has visto, mareado y con sotana, tuvo los arrestos de caminar diez kilómetros, bajo una nevada del carajo, sólo para darle la extrema unción a un viejo moribundo; no durmió en tres días haciendo vigilia en la cabecera de cama de un crío enfermo y cada quince días se patea el camino hasta la casa de ahí arriba (señaló una casona en lo alto de una colina lejana) para que los dos ancianos que viven allí no tengan que bajar a la farmacia de la aldea a recoger sus medicinas.

- Pero ¿y el otro?

- ¡Recogiendo setas, carallo! Así que cañas, hortensias y malas hierbas ¿queda claro?

- Sí, mi sargento.


Arrancó el todoterreno y tomó camino de vuelta al cuartelillo.


Ruth observaba todo el movimiento tras la cristalera de la estafeta de correos. El nuevo humano aún no estaba adiestrado del todo y tenía el vicio de cerrar la puerta, no le caía bien el tal “Luis”.




CAPITULO 11.



No habían recorrido la mitad del camino cuando vieron una figura negra, encorvada, en cuclillas en lo alto de un peñasco. Su nariz destacaba del resto de su figura. En la parte baja del peñasco “estrellita” montaba guardia sin perder de vista lo que ella consideraba una ave de rapiña.

- ¿Pedimos refuerzos mi sargento?

El sargento se giró y recuperó del asiento trasero un zurrón, extrajo de su interior una barra brillante y un termo.

- A ver de qué me ha hecho el bocata mi Pepa! ¡Libritos de lomo empanados! Si es que es un sol ¿Quieres medio? Siempre los hace con barra de a medio para que no me quede con hambre.

Antes de que su acompañante respondiera el bocadillo ya estaba cortado en partes iguales, más o menos.

- Anda come, que vamos a practicar una de las virtudes teologales: “La paciencia”.

- ¿No vamos a hacer nada?

- Sí, comer y esperar, faltan dos horas para la puesta de sol y esa vaca endemoniada volverá entonces a su granja, fíjate en su ubres, necesitará ser ordeñada. Cuando ella se vaya nosotros bajaremos a por ese capellán o como se llame.

- Sargento, la paciencia no es una virtud teologal.

- ¿Quién lleva los galones aquí?

- Sí, mi sargento, usted mi sargento.

- ¿Ves? Así te entrenas para cuando te cases con tú Lola. Sólo tienes que cambiar “sargento” por “cariño”, “mi amor”, “vida mía”.

- Pero ella no es del Cuerpo.

- Tú dale tiempo al matrimonio y ya verás.



No fue fácil reducir al clérigo, seguía bajo los efectos del humo y se creía un ave. Aleteó con fuerza y usó su enorme nariz cual pico resistiéndose a ser capturado, finalmente consiguieron introducirle en el vehículo.

Honorio se sentó adoptando la posición de un pollo, cacareando y cantando como tal de vez en cuando.

- Menudo colocón lleva el curita ¿Qué hacemos con él?

- De cabeza al hospital y que le metan la inyección de interferón para que se le pase el efecto del THB o lo que haya ingerido.

Dos días después Honorio se arrodillaba ante el obispo con intención de besar su anillo. Iba a dar explicaciones cuando una señal del obispo le detuvo. Pasaron unos segundos de silencio espeso que le parecieron una eternidad. Fue el obispo quien habló:

- Los caminos del Señor son inescrutables ¿verdad, Honorio?

- Excelencia todo fue culpa de …

- Un secretario obispal perdiendo la templanza. Corriendo como un pollo por la aldea. Con una sotana que parecía más bien una minifalda y sin pantalones bajo ella. Puedo entender lo de Cipriano, intoxicado por el humo de las malas yerbas que quería quemar. Pero ¿cómo se justifica lo tuyo? El hospital en su informe dice que habías consumido estupefacientes, marihuana y opio en particular.

Honorio intentó defenderse, pero de nuevo el obispo indicó que guardara silencio:

- Verás, tras el revuelo que has causado creo que una estancia en un lugar apartado, en el que puedas meditar, te hará mucho bien. He hablado con el Cardenal y está de acuerdo aunque su primera idea ha sido excomulgarte. Mañana sales hacia un pueblo llamado Irkutsk. Tiene una congregación de la Iglesia Ortodoxa y su superior, un buen amigo mío, está esperándote para unos ejercicios espirituales conjuntos. No, no, no me lo agradezcas, estoy seguro de que, en mi lugar, tú hubieras hecho también lo mejor para mi alma. Llévate ropa de abrigo, parece que el clima allí es algo fresco.

El obispo no pudo evitar una sonrisa cuando la puerta se cerró al salir Honorio. Se acababa de quitar de encima a un cotilla de mucho cuidado, que incluso se había atrevido a decirle que comer chocolate era pecado de gula ¿Como iba a ser pecado aquel don divino? Total su colega de Bélgica le enviaba una caja semanalmente ¿qué otra cosa podía hacer sino sacrificarse por los diabéticos de este mundo?



CAPITULO 12



Cipriano estaba sentado en el banco de piedra, adosado al lateral de la Iglesia mirando al cementerio. Cabizbajo temía el momento de volver a estar frente a sus feligreses. Los nervios y la vergüenza le habían quitado el hambre.

Faustino se sentó a su vera.

- ¿Qué tal señor cura? Tiene usted mala cara.

Cipriano devolvió el saludo y quiso eludir la conversación, no se sentía preparado para ello. La mano recia de Faustino le cogió del brazo y le obligó a sentarse.

- Verá señor cura, le veo perdido y eso no es bueno si no se sabe como hay que hacer como encontrar el camino. He sido pastor toda mi vida y ha habido veces en que me he encontrado sin saber el camino. La vegetación crece, la lluvia mueve tierra, un rayo se lleva por delante el árbol que servía de referencia ¿Sabe que se hace en esos casos?

Cipriano negó con la cabeza, compungido.

Faustino sacó del zurrón un trozo de queso y otro de pan, puso la bota de vino entrambos.

- Lo primero comer, que es lo que va usted a hacer ahora mismo si no quiere que yo me gane el infierno por darle collejas a un cura. Lo siguiente es mirar al rebaño, cuando tu estas perdido él te muestra el camino. Pero para eso hay que ser humilde.

Faustino esperó a que Cipriano terminara de comer y diera un buen trago de vino, entonces se levantó y se despidió hasta la misa de domingo.

Cuando Cipriano entró en la casa parroquial la despensa se había llenado por arte de magia, una olla en el fogón proclamaba unas alubias con todos sus sacramentos y sobre la mesa una botella de vino tinto. Era domingo y había subido hasta el caserón de los ancianos a llevarles las medicinas. Llamaron a la puerta, era Faustino.

- Señor cura, son las doce y es domingo, vamos tarde para misa.

Por primera vez en muchos años tuvo que contener las lágrimas, aquel pastor tenía razón, al asomarse a la puerta de la iglesia vio como su rebaño le mostraba el camino. No faltaba nadie. El sermón fue improvisado, habló de la humildad y el amor al prójimo.

Poco podía imaginar lo importante que ambas cosas iban a ser en un futuro próximo.



CAPITULO 13



Clara observaba, con la misma fascinación de cuando era pequeña, aquella bola blanca que saltaba alegre en el chorro de la fuente del Claustro de la Catedral. Un lugar donde darse un respiro a la sombra y sentir el frescor del jardín. Bajo la columnata que lo rodea grupos de turistas madrugadores seguían a sus guías, que portaban paraguas de colores en alto.

Ella no necesitaba de guías, conocía bien la historia de aquella catedral y su patio. Era su parte favorita de “Ciutat Vella”, esa parte que empieza en el mar, en la Barceloneta, y llega hasta “L’Eixample”. Son varios los barrios que la conforman pero sin duda el que contiene el espirítu de Barcelona es el “Barri Gótic”, para ella la Basílica de Santa María del Mar en el barrio de la Ribera y aquella Catedral Gótica, cimentada sobre la anterior edificación romana, eran las dos joyas de su ciudad. Una representaba al pueblo llano, la otra a los adinerados. Si las Ramblas son el corazón palpitante de la ciudad aquellas dos edificaciones son su alma.

Xisco se acercó con cautela, no quería romper el hechizo. Saludo en voz baja y cariñosa. Clara se volvió hacia él con una sonrisa.

- Bon día, Xisco ¿alguna novedad?

- Hoy tarde tiene que reunirse con “el inglés”. Luego se pasará por la cafetería a contarnos de qué va el asunto.

- ¿Le has puesto protección?

- Es un rato cabezota, pero al final cedió. Está en casa de Vicentet, en Badalona. Por el momento todo bien, pero ya me dijo que quería ir al piso de la Plaza Real y ahí...será complicado. Aún hay gente que se la tiene jurada, su pasado es tan turbio como el mio mismo. El inglés hizo una jugada en la que dejó a muchos en la estacada responsabilizando de ello a Eduardo. Ahora falta saber que quiere el puñetero Remigio.

- Bien pase lo que pase mantenlo bajo protección, por favor.

- Quizá si supiera…

- ¡No! Cada cosa a su tiempo ¿Sabemos algo de la aldea y el cura...el tal Cipriano?

- Todo arreglado, bueno casi todo, Ruth ha decidido que le cae mejor el cura que el cartero y se ha mudado por su cuenta.

- ¿Ruth? No sabía que Eduardo tuviera…

- Es una gata, enorme, fiera y lista.

Xisco no pudo evitar ver en los ojos de Clara a la chiquilla que tuvo en sus brazos hacía ya muchos años atrás. En el momento de despedirse ella le abrazó y le estampó un beso por mejilla. Xisco sintió que un estremecimiento recorría su espinazo. Salió a la calle empedrada con una sonrisa en su rostro.

Volvió a la cafetería sin que se le borrase la sonrisa en todo el camino. Al llegar, Vicentet le miró de soslayo, no era normal ver al jefe tan alegre a esas horas.


Sentado en una terraza cercana a Plaza Urquinaona vio acercarse a “el inglés”. Como era de esperar iba acompañado por una guardaespaldas tan llena de esteroides que de no haber sido por los dos bultos frontales, desafiantes a la gravedad, nadie hubiera dicho que era una mujer.

Remigio, que era el nombre real de su interlocutor, no había cambiado en exceso. Seguía cojeando de la pierna derecha, el pelo canoso, repeinado hacia atrás, ojos negros y hundidos, piel lechosa y con su bastón de caoba, rematado con una cabeza de rata, dos diamantes simulaban los ojos del roedor. Aquella empuñadura hubiera podido ser un retrato bastante fidedigno del propietario, salvo por ser de oro. Pensó Eduardo para sus adentros, mientras repasaba los bíceps de la “señorita de compañía”, solo superados en tamaño sus senos. Por un momento sintió su libido despertar de una largo letargo. Aunque Camila también obraba aquel prodigio. Remigio se aposentó mientras la valquiria permanecía de pie en actitud vigilante.


- Y bien, qué quieres de mí, Remigio.

- Hacernos un favor mutuo.

- No veo cómo puedes hacerme un favor, ni cual puedo hacerte yo a ti.

- ¿Recuerdas el último golpe? Ese que se torció y tuviste que disparar a un agente.

- Ese fuiste tú, yo jamás he disparado a nadie.

- Cierto, pero haz memoria.


Eduardo revivió mentalmente la situación, estaban a punto de irse cuando los de aduanas aparecieron con refuerzos. Remigio disparó su arma, era el único que disponía de una pistola. Cuando se cruzaron le entregó el arma…no cayó en la cuenta entonces, Remigio siempre llevaba guantes.

¡Huellas! Solo habría unas, las suyas ¿Habría sido capaz aquella rata de guardar la pistola durante todos esos años? Notó los ojos de Remigio clavados en él.


- Ya sabes que ciertos delitos, como los asesinatos, no prescriben jamás. En especial cuando se trata de un agente del orden.


Eduardo se mordió la lengua. Aunque se sabía protegido por los amigos de Xisco, que no perdían ojo, no le convenía montar un escándalo.


- Bien, ahora que ya sabes que tengo el arma con tus huellas, el trato es simple. Tú me consigues una fruslería y yo te entrego la prueba de tu delito.

- ¿Qué fruslería?

- Es dos meses la Sagrada Familia será sacralizada. Como siempre que eso ocurre se depositan en ella unas reliquias. Eso es lo que quiero.

- Me estas pidiendo que cometa un sacrilegio.

- Vamos, vamos, para un musulmán como tú eso carece de importancia. Tienes dos meses para preparar el plan y uno más para ejecutarlo. Si fallas el arma aparecerá.


Si no hubiera sido por la presencia de aquella mole que lo acompañaba le habría vaciado un ojo con la cucharilla del café. Se contuvo.

Remigio se levantó dando por finalizada la reunión.


- ¿Para qué quieres algo así?

- No es de tu incumbencia, pero …digamos que es un servicio a la causa.


Vio alejarse a Remigio y su guardaespaldas, apuró su café. Aquella hembra tenía mucho vicio, al menos esa era la opinión de su entrepierna.


Una hora más tarde, sentado en el bar de Xisco. Le daba vueltas al asunto. Tanto Xisco como Vicentet podían oír el ruido de las neuronas en funcionamiento.


- Collons, Eduardo, no me esperaba algo como esto.

- No conoces a esa rata tanto como yo.

- Ché ¿y si tiene un accidente? apostilló Vicentet.


Nacido en los sesenta tardíos, Vicentet, no había conocido el mundo de la posguerra. Años en los que Remigio campó a sus anchas gracias a sus contactos y una camisa azul con bordado en el bolsillo. Aquel era un “camisa vieja” y eso pesaba mucho en aquella época.


- Necesito que averigues todo lo que puedas de Remigio.

- Ya lo he intentado pero el tío está blindado, decir su nombre y hasta el más charlatán se queda mudo.


Eduardo sacó un fajo de billetes, de una faja que llevaba bajo la camisa, y lo depositó en la mesa.


-Estoy seguro de que a los honrados caballeros que nos rodean no les vendrá mal un ingreso extraordinario por abrir ojos y afinar oídos.


- ¿Ché, collons! ¡Hasta las narices van a afinar para saber que marca de colonia usa!


Vicentet guardó el fajo de billetes en uno de sus bolsillos. Al momento el bar quedó desierto. Cada mochuelo a su olivo y todos ellos con los ojos bien abiertos.


- Me vuelvo a Cantabria, regresaré en un mes ¿te puedes encargar de que limpien mi piso y llenen la nevera para cuando vuelva, Xisco? Sin levantar liebres, ya sabes.

- Dalo por hecho.


Decidió volver a la aldea por el camino largo, necesitaba pensar y viajar en tren le brindaba la oportunidad. Por el momento no necesitaría protección, a buen seguro Remigio lo habría marcado como intocable. Tras el robo la situación cambiaría y soltaría a sus perros. A Remigio no le gustaba dejar cabos sueltos.

Había contratado cabina individual con cama. A las dos horas de la salida cambio butaca por cama, necesitaba pensar. Cerró los ojos y revivió toda la escena que le convirtió en un maldito a ojos de su gente.

Era una transacción habitual, una más de muchas. Un furgón lleno de cafeteras italianas, despistadas de un cargamento en la zona franca, iba a cambiar de manos y llenar los bolsillos. Más de unos que de otros. Aprovecho que todo se movía en la Plaza Real para coger una y subirla al piso de sus padres. Apenas había puesto un pie en casa cuando un enjambre de policías y guardia civil cayó sobre los que seguían abajo. Levantaron las manos en señal de rendición, aquel género era de poco valor y la pena sería baja. Se oyó un disparo y el comisario Echevarría se desplomó.

Echevarría era uno de los pocos incorruptibles y ver a un compañero caído cambió el comportamiento del resto de agentes. Especialmente cuando al abrir las cajas apareció un cargamento de dos kilos de heroína pura. Un agente muerto y un alijo de droga lo cambiaban todo.

Se cruzaron en uno de los pasillos y Remigio le entregó el arma para que se deshiciera de ella. Eduardo la había desarmado en piezas y repartido por media Barcelona. El hecho de haber desaparecido justo antes de la redada, más el rumor que hizo correr el propio Remigio, lo señalaron para los restos como chivato de la bofia. Decidió cambiar de aires y probar en la marina mercante. Todos los demás acabaron en el trullo, las penas fueron abultadas y la venganza se instaló en sus mentes.

Por otra parte ¿Cómo demonios había reconstruido el arma? La había desmontado en piezas y desperdigado por toda Barcelona, cloacas incluidas ¿Tendría realmente sus huellas? ¿Para qué diablos querría las reliquias y a que “causa” servía?

Aquello era una galimatías que no tenía pies ni cabeza.







CAPITULO 14


Cipriano lo pasó mal unos días, hasta que se olvidó de aquel té maléfico inductor de visiones. Se preparaba para desayunar un buen plato de migas regado con un vaso de vino de tetrabrik. Tenía la boca llena cuando apareció Enchesvinto en todo su esplendor espectral.

Enchesvinto lucía por primera vez como un godo, sucio y desaliñado. Mojó índice y pulgar con saliva apagando con ellos un mechón de pelo que ardía es su melena despeinada. Una zamarra de piel de oveja sobre un jubón de lana era todo su atuendo:


- Cipriano, me tienes que ayudar. Te lo ruego.


No se lo podía creer, miró la fecha de caducidad del vino. No, no era eso. Las migas las había preparado Teodora, la más fiel de las beatas. A duras penas consiguió tragar las que tenía en la boca.


- Pero que narices ¡Tú ya no deberías aparecer! ¿Por qué te arde el pelo?

- ¿Son migas, con panceta?

- Sí…

- Me comería un plato, pero no tengo estómago, cosa de ser una ánima. Lo del pelo, bueno en el infierno aún hay zonas con fuego, no muchas no te creas. Anda cierra la boca o mejor sigue comiendo, que las migas cuando se enfrían ya no saben igual, mientras te cuento.

Verás te mentí un poquito, pero solo un poquito. Como en casa éramos nueve hermanos mis padres decidieron que con siete bautizados había más que suficiente. En esa época, como en la actual, se pagaba por bautizar y la cosas andaban duras. Ya sabes los árabes conquistando, los españoles reconquistando. Así que pasábamos más hambre que las pulgas de un perro de madera.

Andaba yo cuidando las ovejas cuando uno de esos árabes decidió probar el afilado de su alfanje con mi cuello y doy fe de que el filo era un primor. Total, no bautizado y muerto pues …

- ¿Al Limbo?

- Psi, pero ese sitio no es igual para los adultos y los infantes. El caso es que si llegas de adulto aquello es más bien una E.T.T. Ya sabes un día trabajas aquí otro allí. Hoy me ha tocado apoyo en el infierno. Joder, Cipriano, no pongas esa cara de sorpresa, como si aquí no hicieran lo mismo. Y no te creas que peor es subir a ayudar al cielo.

- Como va a ser peor.

- Ponte tú a planchar túnicas o a afinar arpitas, a ver que te parece. Al menos en el infierno tienen detallitos, que si unos pinchos, que si una birrita, de vez en cuando una barbacoa de hermandad.

- Me han vuelto las alucinaciones, pero si no he tomado nada, ni fumado, ni bebido. Una aspirina y porque no aguantaba más el dolor de cabeza.

- Que no Cipriano, que estoy aquí y lo que te digo es cierto. Verás, que falta gente en el cielo para ordenar las llegadas masivas o tareas secundarias...Limbo. Que se precisan auxiliares de diablo ¿a quién llaman? Limbo. No te creas que el infierno es como antes. Primero llegó el tema del medio ambiente, a hacer puñetas el carbón y se pasaron a la electricidad; hasta que llegó la primera factura. Corre, corre, pasate al gas ciudad que es más barato...el primer año, luego te vienen con los cargos de que si el alquiler del contador, el mantenimiento obligatorio, el mantenimiento de por si acasol la revisión anual de la instalación. Total, una pasta. Así que Lucifer decidió implantar un departamento de I+D. Están ahorrando una pasta gansa con la tortura personalizada.


- Dime que me estas tomando el pelo.

- Que no Cipri. Lo primero fue reunirlos por nacionalidades y a partir de ahí la cosa se pone fácil, unos ejemplos. Nacionalidad alemana, pues nada OktoberFest al canto peeero...cuando le pegan el bocao a la salchicha...tachánnn...se convierte en un trozo de brócoli hervido. Que le dan trago a la jarra de cerveza...al tocar los labios convertida en agua.

Otro ejemplo, argentinos y uruguayos, unas barbacoas esplendidas pero que no prenden por mucho que lo intentan ¿Cómo no va a prenderle a un argentino la barbacoa? Al final lo consiguen y es justo en ese momento cuando toda la carne y embutido se convierten en ¿adivinas? ¡Hamburguesas de Tofú! Unos llantos. Unos lamentos. Un crujir de huesos y rechinar de dientes...ni te lo imaginas como sufren los pobrecitos.

- ¿Y a los españoles?

- ¡Uy! Con eso aún andan. Diecisiete comunidades autónomas implican diecisiete personalidades ¿Cómo encontrar un punto en común para fastidiar a todos? Créeme, no es tan fácil. Si fueran franceses...pues se les quita la mantequilla, se les obliga a comer callos a la madrileña y asunto cerrado. Pero con nosotros, amigo, con la Iglesia hemos topado. Perdón por la frase, que tú eres cura.

Cuando yo vivía era más fácil. De aquí para abajo: árabes. De aquí para arriba: godos. Simple. Bueno, los catalanes y los vascos ya iban a su bola, como siempre.

Pero la cuestión es que ya no aguanto más, necesito salir del Limbo. Da igual donde termine, pero al menos no estaré yendo de un lado para otro ¿Me ayudarás?

- No veo como ¿necesitas una misa de difuntos? ¿una procesión en honor a algún santo?

- No, necesito que me escuches con atención y que me hagas caso. Si hacemos lo que te digo posiblemente el “Jefe“ me deba una y cambie mi destino. Prepárate un café bien cargado y saca papel para anotar.

Enchesvinto cambió repentinamente, sus ojos quedaron en blanco y empezó a brillar.

- Lo que me faltaba un espectro en modo “gusiluz”.

El espectro no hizo caso del comentario y empezó a dictar instrucciones y una localización. Cuando terminó su locución despareció sin despedirse. Cipriano miraba lo escrito sin dar crédito.




CAPITULO 15


Eduardo llegó a Santander molido del viaje. Había pergeñado un plan, pero era tan complejo que lo veía abocado al fracaso. Al salir sus gafas se empañaron por la diferencia de temperatura entre el aire acondicionado del tren y el extraño calor húmedo del exterior. El cambio climático había llegado. Una primavera fría en Barcelona y cálida allí. Era de noche, una bocanada de brisa marina le dio la bienvenida.

A través de la semiopacidad le pareció adivinar algo parecido a un enorme grillo dando saltos al fondo de la estación. Los brazos en alto simulaban antenas. Tras limpiarse las gafas pudo ver que era Cipriano, nervioso cual filete de tercera su cabeza lucía un reguero de canas que no recordaba haber visto antes:


- Hola, Camila nos espera fuera para llevarnos a la aldea. Hay muchas novedades que contarte.

- ¿Camila? ¿Habéis venido juntos?


Al salir vio a Camila apoyada en su coche. Tal vez aquello no era normal, pero lo que vino a continuación aún lo era menos. Necesitaba beber y comer, el viaje en tren había sido peor de lo que esperaba, de una lentitud exasperante. Convino con ambos sentarse en una terraza y hablar allí tranquilamente. Renovaron el tiquet de la zona azul, dando margen más que suficiente para una sobremesa larga. Cipriano tomó la palabra insistiendo en que no le interrumpieran hasta el final. Camila se limitó a coger de la mano a Eduardo mientras esperaban el servicio. Aquel gesto sí le metió el miedo en el cuerpo, se estaba comportando como una novia en ciernes.


- En tu ausencia han ocurrido varias cosas. La primera es que Luis ha desaparecido sin dejar rastro. Anteayer vimos la estafeta de correos vacía, nadie en su casa y tampoco sus objetos personales. Parece una mudanza precipitada. Por Ruth no te preocupes, está conmigo y de los animales se ha cuidado Miguel. Lo siguiente es que sabemos qué tienes que hacer y quién te lo ha pedido.


Eduardo estaba devorando un pincho de bacalao recubierto de salsa de pimientos de piquillo cuando Cipriano hizo la última revelación. Casi se atraganta, lo que hubiera sido el desperdicio de un magnifico bocado. Su cara de interrogación contrastó con la rojez de la cara del cura. Camila intervino:


- Tranquilo, cariño, tenemos enchufe en el más allá. Tu escucha.


Cipriano relato la aparición de Enchesvinto. Mostró lo que le había dictado, que incluía un plano. Cuando termino la explicación cambió del rojo bermellón al blanco níveo. Sus orejas parecían papel de fumar.


- Muy bien, curita, ahora come un poco y dale un sorbo al vaso de vino. Tienes que recuperar el color.


Dicho esto Camila se volvió hacia Eduardo:


- ¿Qué te parece, querido?


Eduardo sintió un escalofrío recorrer su espalda, lo de “querido” y “cariño” hacia años que no lo oía.


- Pues estoy desconcertado, la verdad. Ni esperaba este recibimiento, ni que justamente Luis fuera el espía y menos aún que un fantasma os pusiera al corriente.


El sol desaparecía y una fina sábana de niebla empezaba a adueñarse del paseo marítimo. Decidieron que lo mejor era salir hacia la aldea antes de que la niebla fuera a más. El viaje fue acompañado de un silencio plomizo. Camila al volante, a su lado Eduardo, Cipriano sentado detrás. Al llegar a la aldea Eduardo quiso ir a su cabaña; Camila objetó que no era seguro, mejor dormía en su casa. Esa fue la primera vez que pudo usar una cama de aquella casa para dormir tranquilamente y en solitario.

A la mañana siguiente las Auras habían cedido terreno en favor de Bóreas y un soplo de viento frio barría la aldea. El cielo pintaba un azul casi cobalto. El aroma del café le anunció que algo estaba ocurriendo en la cocina. Sacó ropa limpia de la mochila, se vistió y entró en la cocina. Dos tostadas humeantes y un tazón de café con leche le esperaban junto a una Camila sonriente. De nuevo el escalofrío por el espinazo cuando le plantó un beso de buenos días con la pregunta de si había dormido bien. Si algo le daba más miedo que Remigio era la vida en pareja. Decidió volver a su cabaña cuanto antes tras recuperar a Ruth. Pasó por la parroquia y se enfrentó a los siete kilos de felino en pleno ataque de cariño desesperado, media hora después salieron hacia la cabaña.

Ya allí las cosas retomaron su devenir habitual. Dar de comer a las gallinas, desplumar la caza de Ruth, sentarse en el sillón a oír la radio y cuidar el desangelado huerto.

El segundo día se levantó plomizo, la primavera tiene esas cosas. Ruth no lo dejaba ni a sol ni sombra, decidió tomarse el día con calma. A media mañana una cortina de agua apenas dejaba ver un par de metros más allá de la ventana, el repiqueteo era fuerte y constante, podía oír el caño de agua llenando el aljibe subterráneo.

Entre el aguacero adivinó el coche de Camila aparcando en la entrada, aquello no era normal, nunca subía hasta la cabaña. Dos paraguas se abrieron y llegaron al porche a la carrera. Al abrir la puerta empezaron dos sorpresas, Camila y una réplica exacta sacudían los paraguas. Aquel era uno de esos días en los que uno se queda sin palabras.

- Cierra la boca y déjanos pasar que está arreciando y tienes goteras en el porche.

Eduardo franqueó el paso a las dos hembras idénticas, aunque lo de cerrar la boca le supuso un esfuerzo adicional. Ya en el interior la una presentó a la otra.

- Te presento a mi hermana Inés.

- Te presento a mi hermana Camila.

Eduardo recordó el vasito de licor de yerbas que se había tomado después del desayuno, era imposible que los monjes benedictinos hubieran añadido ninguna variedad alucinógena a la mixtura.


- Bueno chico ¿es que no vas a invitar ni a un café?

- Sí, claro, ahora preparo la cafetera.

- La leche bien caliente, por favor. Hace frio.


Eduardo se puso a la labor mientras observaba de reojo a las replicantes. Eran idénticas pero en sus maneras existían diferencias. Poco a poco fue asumiendo una situación que no dejaba de resultar incómoda.


- No se puede decir que seas muy ordenado.

- Ahora no te metas con eso, que el pobre esta hecho un lío.

- ¿Te refieres a que no sabe cómo diferenciarnos?

- Lo que le ocurre a todo el mundo desde que nacimos, ya sabes.

- Pero él no es todo el mundo ¿verdad, amor mío?


Un sudor frío le invadió, aquel juego de adivinanzas podía acabar peor que mal y lo de “amor mío” sonaba a sentencia de muerte para su orgullosa soltería. Empezaba a adivinar que una era la Camila de los días de desenfreno y la otra ¿quién era la otra?

Ruth empezó a frotarse en las piernas de una de ellas, había reconocido el olor que desprendía Eduardo cuando volvía, relajado y amable. Se subió al regazo ronroneando y reclamando cariños. Estaba claro que aquella era…


- Soy Inés dijo mientras acariciaba a Ruth.


La verdadera Camila fue la encargada de dar explicaciones, de las dos era la más decidida.


- Verás, Eduardo. Somos gemelas idénticas, como salta a la vista, pero no somos iguales de carácter ni de pasado. Yo soy la que enviudó y la que buscó consuelo en ese traidor de Luis. Luego llegaste tú y mi hermana decidió que, soltera como era, podías ser una buena pareja. Siempre ha sido una sentimental. Cuando vio lo mucho que te gustaba la libertad decidió que, en vez de atarte, era mejor dejarte libre y que el hecho de pasar alguna velada contigo era mejor que nada. Ya no tenemos quince años y la vida pasa deprisa. Que te voy a contar a tu edad.


Los sudores fríos iban en aumento, aquello era al tiempo una declaración de amor indirecta y una exigencia de vida de pareja. Camila continuó su disertación.


- Físicamente solo existe una leve diferencia que te conviene conocer, por el bien de tu osamenta. Fíjate en el color de nuestros ojos. En el caso de Inés son más verdes y en el mío son más azules.


¡Pues menuda diferencia! Distinguir el azul verdoso del verde azulado.


- Camila...porque tú eres Camila ¿verdad?

- Así es.

- Soy incapaz de notar esa diferencia de color, la edad tiene ese tipo de inconvenientes.

- En ese caso... ¿Qué tal un anillo de compromiso? Terció Inés. Con eso siempre nos distinguirías.


Ruth estaba panza arriba dejándose acariciar como si no hubiera un mañana, babeando. Le caía estupendamente bien aquella hembra humana. Por el contrario, a Eduardo se le había disparado el corazón y en su pecho notaba el galope desenfrenado de mil caballos cimarrones. No es que Inés no lo mereciera, pero el precio le parecía muy alto.


- Mira querido (era Inés, sin duda) llevamos ya mucho tiempo, diría que demasiado, haciendo el tonto y una de dos o das tú el paso con un compromiso o lo doy yo cortándote eso a lo que tanta importancia dais los hombres ¿Me he explicado con la suficiente claridad?


Eduardo pensó en salir corriendo de allí, pero no hubiera servido de mucho, una de las dos tenía una puntería endiablada y la otra...bueno, sí, lo de mojar las botas tampoco era ningún drama. Al menos menos dramático que no tener con qué o como dice el refrán: “el roce hace el cariño”. Y quieras que no llevaba desde que nació rozándose con esa parte íntima. Decidió actuar de manera inteligente, llevaba ya más de cincuenta años sin pareja fija, se acercaba a esa edad en que es mejor estar acompañado y lo cierto es que Inés era un cielo...aunque habría que esconder las tijeras de podar.

Se levantó de su silla, apuró la taza, apretó los cordones de las botas y cogió su impermeable camino de la puerta.

- ¿Se puede saber a dónde vas con la que está cayendo?

Sonó en estéreo a su espalda.

- A Santander, a por un anillo de compromiso.

No tuvo tiempo de reaccionar cuando Inés le saltó al cuello con un ataque de besos. Solo se le ocurrió decir una frase:


- Nada de poner orden en la cabaña.

- Claro que no vida mía, si vamos a vivir en mi casa.


Noto como las piernas le flaqueaban, los caballos eran ahora elefantes en desbandada por la sabana africana. Toda una vida de soltería tirada por la borda por culpa de una lencería italiana y unas sábanas de raso. En la radio sonaba una de los Rollings...”Please to meet you…” Desde luego el diablo sabía bien lo que se hacía.



CAPITULO 16



Se sabía acorralado por las circunstancias. Ya no había escapatoria posible. Dormía en la aldea y en cuanto podía escapaba con Ruth a la cabaña en busca de un poco de tranquilidad. Nunca había entendido el motivo que empujaba a las mujeres a complicar las cosas cuando de vivir en pareja se trataba. Bastaba un simple acto civil, un par de firmas y listos. Pero no, eso era demasiado fácil. Ambas hermanas llevaban dos semanas discutiendo a quien había que invitar y con quién debería sentarse cada cual.

Decidió sentarse en el porche, en la silla de enea. Una taza de té “bautizado” con licor y un cigarrillo eran, en aquellos momentos de agobio, el equivalente a estar sentado en el pico de la más alta montaña. Aunque rodeado de gallinas curiosas.

Intentó concentrarse en el plan para salir ileso y a pesar de lo anticipado por Cipriano se veía incapaz de encontrar solución al entuerto. Faltaban piezas en el rompecabezas. Andaba en esas cábalas cuando el cacareo alarmado de las gallinas le sacó de sus pensamientos.

- Buenas tardes, Eduardo. Mi nombre es Enchesvinto.

Se le heló la sangre al ver aquella imagen translucida ante sí. Translucida y bastante rebozada en carbonilla. Por suerte las apariciones, como la televisión, aún no son capaces de transmitir olores. Se le antojó que aquel “lo que fuera” debería apestar de lo lindo a juzgar por los churretes de mugre que decoraban sus brazos y piernas.

- A ver tío, que te leo la mente. Un poquito de consideración, por favor.

- Chico, si te vieras con mis ojos. Te pilla por banda Inés y del estropajo de níquel no te librabas.

- Cuando el agua te traspasa no es tan simple lo de la higiene personal.

El bramido de un trueno retumbó en el valle, pronto iba a diluviar.

- No parece que te sorprenda mucho mi aparición.

- Cipriano nos habló de ti y de un plano; aunque no tenía claro para que servía ¿Qué tal si te sientas y lo hablamos?

- Soy inmaterial, lo único que me retiene es lo natural ¿hay alguna piedra que pueda servirme de silla? Si lo hiciera en algo como lo tuyo terminaría asomando la cabeza por el suelo del porche.

Ambos se movieron hacia el cobertizo, donde una piedra de granito emergía frente a la puerta. Allí descansó Enchesvinto sus fantasmales glúteos mientras Eduardo lo hacía en la silla de enea.

- Bueno, hablemos de cosas serias. Tienes que seguir ese plano y desenterrar parte de mis restos. En Barcelona vas a necesitar ayuda y yo solo puedo aparecer allí donde haya un resto de mi vida material. Creo que eres consciente de que te estas jugando algo más que la vida. Un sacrilegio como el que te piden te condenaría eternamente y créeme ahí abajo no lo pasan nada bien. Puede parecer una discoteca ibicenca desde fuera, pero dentro…es un infierno con todas las de la ley. Vaya, empieza a llover.

- Vale, entendido lo de los restos, pero ¿sirve cualquier parte?

- Sí, cualquier huesecillo sirve, en eso no hay problema.

Empezó a llover y Eduardo pudo ver como al espectro se le borraban los churretones de cara y cuerpo.

- Ah, que gustito. Ganas tenía de darme una ducha.

- Supongamos que ya tengo esa reliquia tuya ¿qué hago con ella?

- Puedes optar por llevarla encima o por dejarla en algún sitio. Te diría que el más apropiado en Barcelona es el Barrio Gótico, alrededor de la Catedral. Allí encontraré a algún paisano con el que tener palique y si puedo convencerlo de que nos eche una manita mejor que mejor.

Un riachuelo de agua negruzca cruzaba ladera abajo procedente de los pies del espectro.

- Bien, ya tengo la reliquia, la he llevado a Barcelona y tú estás allí dándole a la húmeda con tus colegas de época. Lo preocupante es que no consigo hilvanar ningún plan que me permita no hacer lo que me piden y salir vivo. El tal Remigio tenía muchos contactos con el antiguo régimen; suponiendo que lo quite a él de en medio quedarían los demás, que no serán pocos. Si cuando habló de “la causa” se refería a algo vinculado a ese grupo de gente…pueden haber pasado años y todo lo que quieras, pero tienen aún muchas influencias y gente a su servicio que les obedecerá ciegamente.

- Los vivos sois muy optimistas ¿qué te hace pensar que aun consiguiéndolo saldrás vivo? Otra de mis capacidades es bucear en los recuerdos y los que tienes de ese tipo no son nada halagüeños. Creo que deberías moverte ya, buscar mis restos y desplazarte cuanto antes a Barcelona.

Aquella misma tarde, acompañado por Don Cipriano, siguieron el mapa hasta la ubicación que el espectro les había marcado. No fue fácil dar con sus restos, los siglos cubren de tierra y vegetación cualquier recuerdo. Tras diez agujeros infructuosos dieron con el esqueleto, al que le cura quiso dar una extremaunción póstuma. Eduardo cogió tres huesecillos de la mano izquierda, las falanges de uno de los dedos.

La discusión con las gemelas no fue poca cosa, pensando cómo estaban en la boda. Finalmente cedieron. Inés comprendió que tenía poco sentido celebrar una boda si al cabo de unas semanas podía cambiar el estado civil de casada a viuda. Así las cosas y como si de un mal chiste se tratara, los restos de un godo, dos gemelas, un cura, una gata y un jubilado subieron a un todoterreno con destino a Barcelona.

El viaje transcurrió sin mayores incidentes que las paradas usuales para repostar combustible el vehículo, cuyo motor de dos litros era insaciable, ir al baño a la carrera o comer algo. El único momento delicado fue cuando el cura quiso ayudar conduciendo unos kilómetros. Aunque disponía de permiso de conducir en regla era evidente que desde que aprobó el examen práctico con un “pelotilla”, 600E, hasta la actualidad las cosas habían cambiado un poquito. La sotana le salvó de la retirada del permiso, tras pasar frente a un radar a más de doscientos kilómetros por hora mientras el resto dormía: “Perdone agente, yo me guiaba por el sonido del motor y mi seiscientos no cogía los cien ni en bajada…”

A partir de ese momento no le permitieron volver a coger el volante ni para aparcar.

Una vez llegados a Barcelona, tras perderse en cinco ocasiones, maldecir a la madre que parió al GPS y tratar de zorra embustera a su voz femenina, optaron por seguir a la antigua - mapa en mano – así consiguieron encontrar el apartamento que habían alquilado por internet. Eran las tres de la madrugada cuando por fin llegaron a destino. Badalona “la nuit” les acogió en un apartamento frente al mar. Primer hito del plan conseguido.

CAPITULO 17



De acuerdo al plan establecido todo el grupo se desplazó al día siguiente hasta el barrio gótico. Cada uno con un objetivo; Cipriano a visitar la Catedral de Barcelona. Inés iría a Porta de l’Angel de compras, con Camila de guardaespaldas y Eduardo haría lo propio con el cura. Ruth se quedaba en el apartamento como guardiana.

Cipriano consiguió permiso para visitar la cripta de Santa Eulalia, bajo el altar mayor, hecho que aprovechó Eduardo para incorporar entre las piedras del sagrado mausoleo una de las falanges de Enchesvinto. El segundo hito ya se había cumplido. Habría que dar tiempo para que el godo diera con los suyos y consiguiera convencerlos para que ayudaran.

Mientras Inés recorría tiendas, no sin cierto fastidio por parte de Camila, Eduardo y Cipriano dirigieron sus pasos hacia el bar de Xisco. No era un lugar adecuado para un sacerdote, pero no quería dejarlo atrás.

Eduardo conocía bien “Ciutat Vella” y el barrio gótico, sabía de la cantidad de carteristas y descuideros que por allí se movían ordeñando a los turistas incautos. Nunca se había planteado donde guardaba la cartera un cura; pero a buen seguro la fauna urbana, que por allí pululaba, lo tendría aprendido.

Antes de entrar en la cafetería se permitió leerle la cartilla: “Nada de pedir comida, bebe lo mismo que yo, nada de mirar fijamente a los que allí estén, nada de opiniones acerca del local o la apariencia de los que allí estén, ni se te ocurra meterte las manos en los bolsillos…suponiendo que los tengas y por último…nada de pontificar”.

Tal y como entraron en el local, Cipriano, entendió las advertencias relativas al aspecto gastronómico, a las normas de etiqueta y a no opinar sobre la decoración del local. Más le costó contenerse a la hora de no llevar a aquellas ovejas, evidentemente descarriadas, al buen camino. La mirada de Eduardo cuando intentó abrir boca fue suficiente para evitar cualquier intento evangelizador.

Vicentet saludo desde la barra alzando el mentón y fue a por Xisco, que salió al rato, botella de orujo en mano. Ocuparon una mesa retirada de la entrada.

- Mal te veo cuando te traes al cura, porque es cura ¿verdad?

- Lo es y con todos los sacramentos, dice misa en la aldea.

- Vicentet, otro vaso y ven tú también. Tranquilo señor cura que este brebaje si no quita los pecados al menos los ablanda.

- ¿Y bien? ¿qué habéis podido averiguar de Remigio?

A una seña de Xisco fue Vicentet el que tomó la palabra:

- El gachó vive montado en el dólar, pisito de 200 mts cuadrados en Pedralbes con piscina propia, es el ático. Está bien relacionado, tanto con los que aún quedan de antes de la democracia, como con sus herederos. Puede disponer de un pequeño ejército en cuestión de horas, ya sabes, fanáticos extremistas y por si eso fuera poco está apoyado por la “orden del cilicio”.

El coche en el que se mueve está blindado, puede soportar hasta un misil de pequeño calibre.

Su único punto débil es el dinero, le gusta vivir rodeado de lujo. Nada de vicios raros ni amantes.

La guardaespaldas se llama Tatiana, estuvo en las fuerzas especiales rusas, las Spetsnaz, pero decidió que ya había pasado suficiente frio y se pasó al sector privado. Para que te hagas idea de lo peligrosa que es: a un capataz de obra que le soltó un piropo faltón le partió la mandíbula de un manotazo, cuando el resto fue a ayudarlo se puso a repartir que ni Bruce Lee…cinco tíos hechos y derechos en la U.C.I, con pronóstico reservado.

Pero hemos conseguido algo que quizá pueda interesarte, la lista de cuentas que el tipo tiene, tanto en España como en el extranjero. Tuvimos la suerte de que su contable sea un vicioso de los grandes y mientras estaba en los paraísos de la droga nuestro hombre pudo registrar el apartamento. Lo que no había allí eran las claves de acceso.

Tras la información volvieron al apartamento. Tenían más información, pero no era relevante, o eso parecía. Salieron a la pequeña terraza que daba al mar, desde ella podían ver el “Pont del Petrolí”, medio desmontado por una tormenta. Estaban en Badalona y allí seguirían todos menos Eduardo, como medida de seguridad. Cipriano necesitaba digerir la visita a la Catedral, las sensaciones que produce el Barrio Gótico en quien no lo conoce son fuertes. Las piedras hablan de pasado a quien quiere escucharlas. Eduardo lió un pitillo, le iba cogiendo el punto al asunto. Al meter la mano en el bolsillo notó los dos huesecillos que aún llevaba encima y tuvo una idea. Llamó a Enchesvinto que se presentó al rato:

- Buenas ¿me has llamado?

- Pues sí; puedes aparecer en cualquier sitio en que haya una reliquia tuya según dijiste ¿Basta con que esté en la, digamos, propiedad de alguien o tiene que estar enterrada en ella?

- Con qué esté es suficiente.

Una estatua granítica de Buda decoraba la terracita, Enchesvinto aprovechó el velatorio como asiento ¿Por qué lo preguntas?

- Creo que tenemos un trabajo para ti. Si puedes entrar en un apartamento y anotar unas claves podríamos tener ventaja.

- Me temo que hay un problema, no sé leer ni escribir. En aquellos tiempos lo de la alfabetización y la cultura no estaban de moda. Cierto es que ese tema ahora tampoco parece que ande muy boyante. Pero si puedo llevar a alguien conmigo que sepa. En la Catedral he encontrado muchas almas, murieron en la construcción y han quedado allí como guardianes. Hay que decir que son una panda de lo más agradable y entre ellos había uno de los arquitectos iniciales, ese seguro que nos sirve. Tendrá que memorizar, no podemos mover lapiceros, desventajas de ser espectros.

Tengo que agradecerte que dejaras mi hueso en la cripta, Lali es de lo más simpático que te puedas echar en cara.

- ¿Lali?

- Santa Eulalia. La pobrecita lo pasó mal con el puñetero Diocleciano, pero no le cambió el carácter. Cuando la Catedral está vacía sale a jugar un rato, sólo tenía trece años cuando murió, y ya nos ves a todos los espectros babeando con ella. Bueno, hablaré con el arquitecto y os digo hoy mismo lo que hay.

Dicho esto, desapareció. Cipriano, que conocía bien la historia de Santa Eulalia y sus trece martirios, tuvo que secarse las lágrimas. Eran las nueve cuando llegaron las hermanas, casi al mismo tiempo que el repartidor de pizzas. Ruth se zampó una familiar de atún y las sobras de la pizza barbacoa de Inés, que había decidido ponerse a dieta. Una de esas manías de las novias.

Después de cenar Eduardo salió a la terraza, soplaba una suave brisa de mar, las farolas de luz anaranjada impedían ver cualquier estrella, pero se estaba bien. El resto estaban ya en la cama. Camila maldiciendo el día en que se inventaron los grandes almacenes. Inés estrenando un pijama de gatitos japoneses. Cipriano rezando un rosario. Encendió un cigarrillo y a la segunda calada apareció Enchesvinto.

- Todo arreglado, Teogildo vendrá conmigo a lo de las claves ¿Dónde se supone que están?

- Léeme el pensamiento.

- ¡Por San Fructuoso, menuda choza! ¿Pero, como entraras para que pueda hacer yo lo mismo?

- No entraré yo, sino ella, señaló a la gata. Basta con que se suba al tejado.

- Eres un hombre de recursos, no hay duda ¿Cómo conseguirás que sepa lo quieres?

Ruth salió a la terraza y se subió al regazo de Eduardo de un salto. Clavó la mirada en Enchesvinto. Esbozó una sonrisa gatuna y se dispuso a obsequiarse con una siestecita.

- Este, Eduardo ¿si te digo que ya lo sabe, me creerás?

- Por supuesto. A veces tengo la sensación de que me lee la mente e incluso creo que me manipula.

Ruth arrancó en un ronroneo parecido al sonido de una Harley al ralentí. Si algo le gustaba de ese humano es que a veces era un bribón, pero otras era tan inocente como un pollito de garza en el nido. Se acurrucó.

Estuvieron un rato aun estableciendo planes y buscando soluciones, finalmente se despidieron. Eran las dos de la madrugada y al amanecer Eduardo debía instalarse solo en el piso de la Plaza Real. Ahí empezaría el peligro para su integridad y si había suerte el fin del pasado.



CAPITULO 18



Eran las cinco de la madrugada, con su mochila preparada despertó a Cipriano tras colocar a Ruth un collar; en vez del cascabel original una falange de la mano del espectro. Le dio las instrucciones y se despidió. Caminó hasta la boca del metro y se adentró en los intestinos que comunican Badalona con Barcelona. Fue hasta Sants donde esperó la llegada del tren procedente de Zaragoza. Simuló bajar del mismo mezclándose con el pasaje y volvió al repartidor de Sants. No fue difícil reconocer al novato que habían asignado para seguirlo. Un chaval con una sudadera, capucha tapándole la cara, auriculares conectados a un móvil y gafas de sol de espejo ¿quién se mete en los andenes del metro con gafas de sol?

Emergió en Plaza de Catalunya. El novato se había dado contra una pared, pasado por encima de las dádivas de un músico callejero y atacado con sus genitales la barrera de salida. Ganó la barrera.

Al mismo tiempo, en Badalona, el “comando Ruth” subía a un taxi con dirección a Pedralbes. Por primera vez en muchos años Cipriano vestía como una persona más, o casi. Un chándal color naranja del mundial de 1982 no era algo habitual, hicieron parada en una tienda de deportes a instancias de Camila para cambiar la equipación deportiva. Ello conllevó comerse el habitual atasco de las siete. Paciencia.

Eran las siete y media cuando Eduardo giraba desde Rambla de Capuchinos por el primer pasaje que comunica con la Plaza Real. Por unos instantes se sintió descolocado. Aquella plaza se había convertido en un aluvión de restaurantes con terraza en los que se anunciaban platos combinados y paellas “originales”. La cervecería, en la que las hetairas hacían el cambio de turno mientras se contaban los chismorreos, era ahora uno de ellos. Adiós a los aros de sepia a la romana remojados con cerveza de barril. Las subvenciones municipales habían tenido como efecto la limpieza de las fachadas, que lucían los frescos originales renovados. La patina negra del humo de los automóviles había desaparecido. Esperó un rato liando un cigarrillo, su novato se había rezagado. Estaba apurando el pitillo cuando lo vio entrar azorado. Recorrió las arcadas que bordean la plaza hasta el pasaje que accede de nuevo a las Ramblas, tras pasar bajo un puente cubierto, que une los edificios de ambos lados, y bajo unos querubines en bajorrelieve, que le eran desconocidos, se internó en el portal.

No quedaba en aquel pasaje rastro alguno de la tienda de fotografía, tan famosa en su tiempo, ni de la herboristería regentada por dos simpáticas ancianas en la que compraba caramelos de miel. El sabor de la miel volvió a su boca con el recuerdo. Subió con cuidado las escaleras de peldaños desgastados, en el centro todos mostraban el desgaste de innumerables pasos, y llegó al piso. De fondo pudo oír el ruido que los dientes de su perseguidor hacían al golpear contra los escalones, el cuerpo rodando hasta la calle y los lamentos de dolor. “Hay que ser inútil”, pensó Eduardo. Los gritos de la portera, por haberle ensuciado de sangre el fregado, quedaron fuera al cerrar la puerta del piso.

La gente de Xisco había hecho un buen trabajo, el piso estaba impecable, la despensa y un frigorífico nuevo, llenos hasta arriba. Incluso se habían tomado la molestia de dejar la cafetera italiana preparada; una nota sujeta en la tapa así lo indicaba. Un rugido estomacal le recordó que no había desayunado. Se puso manos a la obra.

A las nueve consiguieron llegar a Pedralbes, el taxi los dejó en la acera frente al edificio. Liberaron a Ruth del transportín y mientras debatían como colarla en su interior la gata cruzó la calle y trepó por la escalera de incendios. Estaba claro que la gata era la líder del comando. Decidieron esperarla en la terraza de una tienda de productos “gourmet” que anunciaba en su pizarra un “brunch” de lo más pijo.

Eran las diez cuando vieron a Ruth regresar por el mismo camino. Cuando llegó hasta ellos la voz de Enchesvinto susurró al oído de Cipriano: “Las tenemos”. El propio Cipriano entró a finiquitar la cuenta, al salir llevaba un paquete en la mano.

¡Vaya, salmón salvaje de Alaska ahumado con leña de brezo! Da gusto que sepan quién manda aquí y como hay que cuidarlo. Pensó Ruth mientras devoraba la ración con delectación.

El reloj disparó la alarma, la una, la hora pactada. Enchesvinto se hizo visible frente a él para ponerle al corriente de las novedades:

- Tengo noticias buenas y malas ¿Cuáles quieres primero?

- Las buenas, por supuesto.

- Tenemos las claves.

- Estupendo.

- Las malas. Inés está hecha una furia, te has ido sin darle un beso; además andaba mascullando: “a saber que porquerías estará comiendo y seguro que no se ha tomado las pastillas. Luego no le va a entrar el traje de boda y el colesterol lo tendrá por las nubes ¡qué hombre!”.

Eduardo señaló el plato que tenía en la mesa. Una ensalada verde con atún y rodeándolo, como una cenefa multicolor, un arco de pastillas.

- Por si te pregunta.

- Oye ¿para qué sirve la nitroglicerina en parches? Tenía entendido que eso era un explosivo.

- ¿Cómo sabes lo que es la nitroglicerina?

- No me pierdo un documental de la tele, que no sabré leer, pero escuchar sí.

- Se usan para dolencia cardíacas.

- Pues a nuestro amigo Remigio no debe andarle muy fina la patata porque en su mesilla de noche tiene dos paquetes, con receta médica. Más cosas, Eulalia me ha dicho que en dos días llegan las reliquias. Directas desde el Vaticano, en valija diplomática, de la mano de un nuncio de Su Santidad.

- ¡Vaya! ¿Sabemos que son?

- ¡Una pasada! Un clavo de la Santa Cruz, un trozo de tela del manto de la mismísima Virgen Maria y un trocito del mango del serrucho de San José. Todo en un maletín negro que lleva estampado el símbolo papal. El maletín lleva tres precintos de lacre rojo con el sello del Santo Padre y una cerradura con clave.

- ¿Si le pedimos un favorcillo a la santa crees que puede…?

- Si es para bien no creo que ponga pegas.

- Una aparición al portador de la valija.

- Se lo comento esta noche, tengo que irme, me toca turno de lavandería.

Enchesvinto desapareció y con ello la ensalada verde hizo lo propio en el cubo de la basura. Un plato de lasaña nadando en besamel ocupó su lugar en la mesa al tiempo que Eduardo hablaba consigo mismo:

- De algo tienen que servir las pastillas. Además…ojos que no ven…dieta que me salto. De hecho, el “salto de dieta” debería calificarse como deporte olímpico. A fin de cuentas, es uno de los deportes más practicados en el mundo.

Aquella tarde fue movida, desde una conexión wifi gratuita de los restaurantes buscó el modelo de valija que usaba normalmente el Vaticano, por suerte era una marca conocida internacionalmente, nada llamativa pero muy dura. Después el anagrama del Vaticano y el sello pontificio. Eso fue lo más difícil.

Fue al bar de Xisco, esta vez tocaba licor de plátano, le explicó lo que necesitaba. Vicentet escuchaba atentamente e intervino:

- El maletín no hay pega, incluso podemos buscar uno un poco “usado”. Un sello con el anagrama se hace en nada. El pontifical llevará más trabajo, pero mañana lo tenemos, no creo que nadie vaya a mirar mucho los detalles. El lacre tampoco será problema. Me preocupan las reliquias; cierto que se puede simular la vejez de cualquier cosa, pero 2000 años de antigüedad son muchos.

- Por eso no te preocupes, no creo que Remigio pueda diferenciar 500 o 2000.

- ¿El trozo de tejido de que color?

Xisco saltó al quite:

- Vicentet, todo el mundo sabe que el color del manto de la Virgen es azul celeste. Eduardo, mañana a mediodía puede estar todo listo.

- ¿Podéis hacérmelo llegar al piso? que no se note lo que es.

- ¿Lo vas a guardar allí? la cerradura no es nada del otro mundo.

- Tranquilo que se moverá en cuanto lo reciba.

- ¿Una tapa de boquerones en vinagre? me han salido buenísimos y unas bravas con alioli para empujar ¿Hace?

- Cualquiera se niega.

Era la hora de cenar cuando llegó al piso, por el camino compró un bocadillo de lomo adobado, le pareció poco y añadió otro de bacón con queso mahonés. No era cuestión de quedarse con hambre. Por si aparecía Enchesvinto añadió a la bolsa una macedonia de frutas naturales, de cultivo ecológico y biosostenible, no fuera a enterarse Inés de la dieta.

Era ya medianoche cuando los restaurantes empezaron a cerrar. Poco a poco aparecía el barrio que él conocía, personajes anodinos que vivían a la luz de las farolas. Las damas de la noche ocupaban sus puestos una vez que el furgón de los “mossos” partía. Allí no había “protectores”, hacía años que se defendían unas a otras.

Desde la ventana del piso podía ver sus lentos paseos, el humo del cigarrillo de la que estaba apoyada en la esquina, la que desaparecía colgada del brazo de un cliente “de toda la vida”. Detuvo su mirada en dos tipos a los que nadie saludaba, vigilaban el pasaje que daba a su escalera. Eran tipos maduros y de mala catadura, a juzgar por sus modales con las “chicas” que se acercaban a ellos. Si allí estaban aquellos dos en el lado de las Ramblas habría al menos otro más vigilando el mismo acceso. Llamó a Xisco, no eran de los suyos. Una sonrisa de chacal iluminó su rostro, iba a ser divertido.

Buscó en la despensa y al fin encontró, un paquete de garbanzos secos, tipo “pedrosillanos”, categoría extra, duros como piedras; un bote de pimentón de cayena picante, otro de pimienta blanca de medio kilo. Un pulverizador de limpiacristales amoniacal, lleno a estrenar. Del salón cogió el ventilador y lo situó en la mesilla del recibidor, comprobó que funcionaba y lo puso a máxima potencia. Fue a la caja de limitadores que estaba en la habitación contigua, bajó el que alimentaba el recibidor. Colocó frente al ventilador un plato llano con el polvo de cayena. Volvió a la cocina y añadió al limpiacristales una buena cantidad de pimienta blanca. Cortó el cable del molinillo de café, bajó el limitador que alimentaba la habitación, quitó el aislante del extremo contrario al enchufe y enrolló esa parte en el tirador de la puerta, por la parte interior. Dudó entre usar como arma el cuchillo de chef o el jamonero, se decidió por el segundo, estaba más afilado. Luego recordó el rodillo de amasar, de mármol. Cambió cuchillo por rodillo. Por último, sembró con los garbanzos el corredor de acceso hasta los peldaños que daban al rellano. Cerró la puerta del piso tras de si, sembró de patatilla una parte del recibidor. Formó un charco, con una buena cantidad de agua con sal, frente a la puerta que daba acceso a la habitación del cuadro eléctrico. Armado de rodillo y limpiacristales se agazapó en su interior. Había tiempo, encendió un cigarrillo tranquilamente, la oscuridad era total en el piso.

Las paredes eran de papel de fumar, se podían oír las conversaciones de las casas vecinas. El primero de los tipos gritó al pisar los escalones finales: “maldito hijo de pu…” mientras se daba un costalazo que le partía dos costillas y preparaba su boca para un implante dental completo. El que le seguía esquivó al primero y resbaló en el pasillo, fractura de coxis. Los dos que le seguían arrastraron los pies para evitar pisar los garbanzos-trampa, tras una breve forcejeo con la cerradura la puerta cedió. El primero entró, las patatillas crujieron bajo sus pies. Limitador de recibidor arriba. El ventilador levantó una nube tóxica de polvo de cayena que el intruso aspiró hasta el fondo de sus pulmones, los ojos se le tiñeron en rojo pimentón, cayó en redondo, el pecho le ardía, sus pulmones parecían asarse en llama viva. Eduardo activó el limitador de la habitación en la que estaba, el último de los asaltantes había esperado un rato a que la nube se disipara. Vio la luz que asomaba bajo la puerta y cogió el tirador al tiempo que pisaba el charco, Tesla hizo su parte. Se oyó el ruido del cuerpo al desplomarse. Sólo quedaba una tarea, salió armado con pulverizado y el rodillo de mármol. No era un asesino, pero no podía darles una segunda opción, los del piso fueron fáciles, no se movían. Al del coxis hubo que darle una pasadita de limpiacristales a la pimienta para vencer su resistencia. El de la escalera ya era fiambre cuando llegó hasta él, la hemorragia de la boca había sido brutal.

Llegaron Xisco y Vicentet en el momento en que comprobaba al último. “Nada de correr, arrastrad los pies” avisó Eduardo. Llegaron hasta el piso, Vicentet hizo una llamada. Xisco se dirigió a Eduardo:

- Chico, me tienes asombrado, esos cuatro eran la “creme de la creme” de los asesinos a sueldo y te los has ventilado tu sólito.

- Quien tuvo, retuvo ¿Os apetece un café, una cervecita, un whiskey?

Vicentet, colgó: “los chicos de la limpieza están en camino. Para mí un carajillo de ron.”

Xisco se apuntó, mientras iba mirando las trampas una por una: “¡Hay que joderse! ¿Cuántos hacen falta para enviarte al otro mundo, cabrón?

Eduardo miró pensativo al techo: “uno, pero que sea más listo que yo. Una cosa Vicentet, en la bañera encontrarás un regalito para tus clientes”.

Vicentet, extrañado por la indicación, entró en el baño, dos Glock de nueve milímetros con silenciador dormían donde había dicho Eduardo. Las olió, nuevas, sin uso y sin número de serie. Volvió con una sonrisa de oreja a oreja, las dos pistolas envueltas en una toalla: “¡Ché collons, nen! Tú sí que sabes hacer regalos. Mis amigos estarán encantados.”

Al equipo de limpieza le llevó un par de horas dejar todo en orden, lo más difícil fue recoger los dientes del primero de los chorizos. Una camioneta frigorífica se llevó los cuerpos a una carnicería, que los reconvirtió en carne picada de cerdo ibérico especial para hamburguesas “gourmet”. Nadie podría acusar a aquel grupo de no reciclar como mandan los cánones.



CAPÍTULO 19



El sol era templado, buscó un banco en el que sentarse, frente al estanque de los flamencos. Un pavo real merodeaba, luciendo su cola, en el jardíncillo anexo. Xisco llegó cinco minutos tarde:

- Lo siento, Clara, esta noche ha sido movida.

- ¿Qué ha pasado?

- Que alguien de la vieja guardia se saltó la orden de Remigio y junto con tres tipos quiso ajustar cuentas con Eduardo.

- ¿Está bien?

- Él sí, ellos no. Por cierto, estate unos días sin comer hamburguesas.

Clara miró a Xisco con cara de interrogación, prefirió no hacer preguntas sobre el tema.

- ¿Qué tal la Facultad?

- Ya he acabado con el doctorado, en un par de días saldrán los resultados.

- Clara, siento haberte ocultado la verdad tantos años. Pero tenías que saberlo.

- ¡Papá! Me la contaste cuando pudiste hacerlo, no te preocupes por eso.

Aquella respuesta hizo temblar el corazón de Xisco. Decidieron emplear parte de la mañana dando un paseo hasta el foso de los tigres. A Clara siempre le habían caído estupendamente. A eso de las diez y media se despidieron. Todo terminaría al día siguiente.

Era mediodía cuando entraron en la tasca dos mujeres y un cura con sotana. Vicentet se afanaba en sacarle brillo al mármol desgastado de la barra. Eran morenas, calculó que un metro sesenta y poco, melena negra y ojos a juego. Una vestía pantalones tejanos y la camiseta, de un grupo de heavy metal que contrastaba con su facciones dulces. La otra era físicamente una copia exacta, pero lucía un vestido, un anillo de compromiso indicaba que no estaba libre del todo. Reconoció al cura pero ¿a quién le importa un cura con o sin sotana?

Una de las mujeres, la que vestía pantalones, fue directa al asunto.

- Queremos hablar con Xisco ¿le dices que salga?

Vicentet arqueó las cejas, aquello no se lo esperaba. Alguna vez un turista despistado entraba, como el grillo que cae en la trampa de la tarántula, pero aquello le pilló de sorpresa. Los feligreses habituales perdieron el interés en las curvas de las gemelas al oír el nombre del dueño, Vicentet desapareció en la trastienda sin decir palabra. “Terreno prohibido” fue su acertada deducción.

Cuando Xisco apareció el cura le pidió disculpas: “me han obligado bajo amenaza de pasarse al budismo y cambiar de la dieta mediterránea a una vegana agresiva. Ni migas ni fabada hasta que muriese ¿imaginas que tortura es esa?”. Sentenció con cara de miedo.

A Xisco, que salió de la trastienda secándose las manos con un paño de cocina. No le hizo falta mucho para saber que eran Inés y su gemela. Señaló una mesa: “Sentémonos ahí a esta hora debéis tener hambre”. Camila asintió. Inés no estaba tan segura de que aquel fuera un buen sitio para comer y Cipriano, que no había desayunado, hubiera comido incluso en un restaurante de diseño.

Vicentet no quitaba ojo de la gemela sin anillo, sentía mariposas en el estómago cada vez que sus miradas se cruzaban.

Inés tomó la palabra: “Eduardo me ha llamado, me ha dicho que viniéramos aquí, no se fiaba de Remigio y olía peligro. De todas formas hubiera venido. Sé que eres su amigo y ambos sabemos que no es persona de muchas amistades. De paso me podrías poner al corriente de algunas cosas, nunca habla de su pasado.”

Xisco pareció dudar e Inés le leyó el pensamiento: “voy a ser su esposa, quiero sinceridad ¿está claro?”.

La mariposas en el estómago de Vicentet tenían ya el tamaño de gorriones a punto de abandonar el nido. Era poco hablador por naturaleza, pero ahora un nudo atenazaba su garganta y las piernas le temblaban.

Camila señaló a Vicentet, que iba a por los cubiertos: ¿Siempre es tan callado y modosito?

Es hombre de pocas palabras, pero hace unas paellas de infarto ¿os apetece una para comer?” Fue la respuesta de Xisco.

Vicentet se fue directo a la cocina a prepararla y Xisco se sentó con ellos, en la mesa un poco de picoteo. Cipriano atacó al queso manchego.

- Bueno ¿qué quieres saber de Eduardo? Inés.

- ¿Cómo os conocisteis?

- Eduardo y yo salimos del mismo barrio, de peques eramos compañeros de juegos y luego lo fuimos en actividades de, digamos, dudosa legalidad. El día que pasaron los hechos por los que Remigio ahora le chantajea estábamos allí los dos. Fue el punto en el que cambiamos de vida, no merecía la pena acabar en la cárcel por cuatro duros mientras que tipos como Remigio se llenaban los bolsillos y salían indemnes.

En aquella época había muchos talleres auxiliares, un dueño y cinco o seis obreros, a veces menos. Torneros, caldereros, soldadores. Ambos estuvimos como aprendices en alguno de ellos, mucho trabajo y poca paga. Eduardo decidió cambiar de aires y se enroló en la marina mercante, el barco era propiedad de una conocida naviera barcelonesa. Yo encontré trabajo de pinche en un hotel y fui subiendo de categoría. Conocí a Lucia, con la que me casé al mes de nuestro primer encuentro. Eduardo venía a casa siempre que su barco atracaba aquí. Sus padres fallecieron estando él en alta mar y los recuerdos le impedían entrar en la que fue su casa.

Las cosas no iban bien en el hotel y yo me quedé en la calle. No dominaba la cocina moderna, entonces en boga, así que no encontraba trabajo. Imaginaros el panorama una niña de meses, Lucia que no podía trabajar y yo en paro, los ahorros no daban para mucho. Había pasado un año desde que habíamos visto a Eduardo por última vez. De improviso llegó, vio la situación y en un aparte me dijo “vístete y ven conmigo”. Me trajo hasta la puerta de este local, la calle era entonces más concurrida, y con toda la tranquilidad del mundo me soltó: “Ahí arriba tenéis la casa. Tiene agua, electricidad y gas ciudad. El local va en el lote, puedes montar una tasca donde servir comidas ¿Qué te parece?”. Qué iba a parecerme sino un sueño, pero le hice saber que no teníamos dinero para pagar aquello y su respuesta fue: “Mañana os mudáis, ya está todo firmado. Te haré un ingreso para los primeros gastos. Habrá que comprar mobiliario y materias primas. De eso tú sabes más que yo”. Han pasado muchos años desde entonces.

Vicentet montó una mesa al lado, fue a la cocina y volvió con una paella que causó admiración. Notó como se le ponían rojas las orejas y empezó a servir para disimular.

- Hay algo más, que puede afectarte, Inés. Pero debéis jurarme que no se lo diréis a Eduardo.

Todos asintieron. Xisco se había puesto tan serio que incluso Vicentet había dejado de servir platos. Justo cuando le tocaba a Cipriano, que esperaba el suyo con los brazos extendidos para cogerlo al vuelo, su estómago protesto con un rugido.

- Eduardo y yo salimos de fiesta, era la verbena de San Juan. Allí conocí a Lucia, que iba acompañada de una prima. La prima se llamaba Clara y aunque le habían dicho que venía a Barcelona de vacaciones, la realidad era que sus problemas de salud eran graves y tenía que visitarla un médico de aquí. La cuestión es que se cayeron bien y, bueno, ya os imagináis lo que pudo pasar para que nueve meses después diera a luz una niña. Por motivos que no vienen al caso, la niña nació en el Hospital de Sant Pau. Clara nos nombró padrinos y cuando falleció, apenas un mes después del parto, nos hicimos cargo de la criatura. Eduardo siempre creyó que era hija nuestra.

Vicentet había terminado de servir los platos, incluyendo el suyo y se había sentado a la mesa. Cuando Xisco llegó a este punto todos los comensales quedaron en silencio. Sólo Inés se atrevió a preguntar:

- ¿Quieres decir que tiene una hija y no lo sabe? ¿pero, por qué no se lo dijisteis?

- Lucia no podía tener hijos y eso la estaba matando. Aquella criatura, caída del cielo, la hizo sonreír por primera vez en mucho tiempo. Decírselo a Eduardo podía significar perderlas a ambas. Se llama Clara, como su madre. Tiene ahora treinta años y a ella se lo conté todo, poco después de que falleciera mi esposa. Para ella, Eduardo, siempre había sido el “tiet” que la colmaba de mimos y regalos cuando pisaba tierra.

Camila pudo ver como Vicentet se secaba las lágrimas con disimulo. No estaba mal aquel “pájaro”, unos retoques y quedaría bien a su lado en una foto de boda.

Inés guardó silencio un rato, luego se lanzó:

- Hay que decírselo, te entiendo, pero merece saberlo ¿no te parece?

- Y lo sabrá. Clara quiere decírselo en persona cuando todo esto se haya calmado. Solo queda un día más. Por favor.

- Nadie hablará y cuando digo nadie es nadie ¿entendido curita?

Cipriano valoró lo que podía sucederle si se iba de la lengua. Se imagino a si mismo llamando a la puerta del Cielo. San Pedro en persona la abría de par en par y le recibía con un: “pasa, pasa, hijo mío, que ya veo que te has adelantado sabiendo que los ángeles no pueden tener sexo…”

Movió la cabeza afirmativamente haciendo con la mano el gesto de cerrar la boca con llave y lanzarla a su espalda. Luego pidió si era posible repetir de paella, elogiando así al cocinero.

A las doce en punto del mediodía llamaron a la puerta del piso de Eduardo. Un tipo vestido de repartidor le entregó una caja con el logotipo de una conocida empresa de venta por internet. Quitó el precinto, una valija pontificia apareció en su interior. No la abrió, no quería romper los sellos. Fue hasta la cocina, abrió las puertas bajo el fregadero y apretó el fondo del armario. Una puerta oculta dejó a la vista un hueco. Metió la valija con cuidado y cerró de nuevo. Volvió a poner los envases de limpieza en su sitio. Puso al fuego la olla con el estofado de rabo de buey, era el menú del día. En treinta y seis horas todo habría terminado, para bien o para mal.

Ruth estaba sola en el apartamento. Tumbada al sol en la jardinera que bordeaba la terraza. Desde la altura veía todo el paseo. Una cabellera rubia le llamó la atención. Se sentó para observar mejor. Andaba dubitativa mirando un papel y los números de las entradas. Olía a adrenalina, pero no por miedo. Sacó sus conclusiones felinas: “Rubia teñida. Silicona en los senos y los glúteos. Buena musculatura por la práctica de artes marciales y pesas rusas. Colonia barata. Busca nuestro apartamento. En tres días tendrá la menstruación y está de mala leche”. La rubia se subió a una moto de pequeña cilindrada y se fue, ya había encontrado lo que buscaba. Ruth se relajó, no era rival para sus garras.







CAPITULO 20



Durmieron en el piso de Xisco. Por la mañana Inés decidió volver al apartamento, tenía cosas que ordenar y limpiar. Le preocupaba que Ruth no tuviera comida suficiente. Nadie pudo convencerla de lo contrario. Camila y Cipriano llegarían más tarde, tenían cosas que hacer en un cibercafé. Vicentet se ofreció a acompañarlos, Xisco estuvo de acuerdo, aquel día no habría menú.

En contra de lo normal Inés había fregado el suelo de la cocina desde la puerta hacía dentro, quería lavar las sartenes que había comprado en una tienda de menaje de alto standing. Fundición de hierro, amartillada a mano, con difusor de base y tres capas de teflón. Garantía de por vida. Ruth la miraba desde lo alto del frigorífico.

Tatiana aparcó el scooter en el paseo. Fue directa a la entrada y aprovechó la salida de uno de sus inquilinos para colarse. Subió en el ascensor hasta el corredor que daba al apartamento, con gráciles y silenciosos pasos de ballet ruso llegó a la puerta. Volteó la cabeza en ambas direcciones mientras de un bolsillo sacaba el juego de ganzúas “made in Kremlin”. Sabía que Inés estaba sola y tenía instrucciones de acabar con ella. La cerradura cedió sin esfuerzo. Desde el recibidor pudo oír el cacharreo en la cocina. Sonrió.

Ruth percibió el olor a colonia barata, había oído el ruido en la cerradura y se colocó mirando a la puerta. Orejas hacía atrás, pupilas dilatadas, garras a punto.

Tatiana se plantó en la puerta de la cocina con sigilo propio de la KGB. Inés había dejado en el escurridor la sartén de 24 cm y se disponía a fregar las pocas salpicaduras del suelo cuando oyó el grito de guerra Ninjitsu. Tatiana en postura de ataque gritaba: “Ishooooo Uuuuuuh”. Ruth esperaba su oportunidad. Inés al verla cogió la fregona y lanzó el grito de guerra hispano más conocido de la historia: “¡lamadrequeteparió, m’haspisaoelfregao!”. Acto seguido, sujetando la fregona como un palo de “drive”, ejecutó un poderoso “swing”, finalizado con las caderas mirando hacia el destino, de manual. El extremo de la fregona impactó de lleno en la entrepierna de la rusa, que cambió la pose por la del “monje Saolin besando el suelo” al tiempo que colocaba ambas manos en sus genitales. Al hacerlo dejó al descubierto su nuca. Ruth se lanzó en modo “dientes de sable”. Clavó sus garras traseras en los glúteos, las delanteras en los senos y sus colmillos atravesaron los músculos de la nuca, esplenio y angular, por ambos lados. Al grito de dolor que profirió la rusa se unió el de cuatro globos al deshincharse: “chiiiiiiiiiii”. La rusa cambió su pose por la de “foca pidiendo sardina con pelota en el hocico”. Inés agarró la sartén y soltó un impecable derechazo que levantó el vello facial de la rubia, acto seguido cambió a un revés a dos manos que dejó el anagrama de “apto para inducción” en la mejilla de la invasora. En la radio sonaba una canción referente a Nochevieja: “españolitos…enormes…bajitos”. Eso inspiró a Inés que cambió a la sartén de 18 cm de diámetro, más apropiada para los cuartos. Empezaron a sonar cuando Camila y Cipriano entraban, alarmados, en el apartamento: “naang, naang, naang, naang”. Llegaron a la cocina con la primera campanada, de nuevo con la de 24cm: “donnnnng, donnnnng …donnnnng”. Al llegar a las doce la cabeza de Tatiana bajó lentamente hasta el suelo, la frente se posó sobre un charco de silicona. Ruth aprovechó para jugar una serie de partidas de “tres en raya” en la ancha espalda de la de los Urales. Satisfecha se sentó sobre ella e inicio el consabido proceso de limpieza gatuna. Como remate Inés gritó a pulmón: “¡la madre que parió a la ensaladilla rusa, me he roto una uña por su culpa!”.

Enchesvinto, llamado por el cambio de humor de Ruth, había presenciado la escena desde lo alto de la encimera de mármol rosa:

- Que conste que yo levito sobre el suelo, no he pisado en ningún momento el fregado.

Cipriano dio un paso atrás instintivamente, no fuera cosa. La cara de Inés no era precisamente la de una persona relajada. Un mechón de pelo colgaba sobre su frente y sus ojos estaban inyectados en sangre:

- Y encima les ha saltado el teflón, indestructibles ¡Ja! Camila, busca los tiques de compra que se van a enterar. Mientas quitádme a esa de aquí, que debe ser hija de un fontanero con la de silicona que suelta. Tanto culo y tanta teta falsas, seguro que es rubia teñida.

Ruth dejó la limpieza: “buen olfato, si señora. El pelo del conejito más negro que la panza de un grillo, ya te lo digo yo.”.

Camila optó por un prudente silencio e ir en busca de los tiques de compra. Aquella misma tarde un dependiente de tienda de menaje de alta gama, con sonrisa dentífrica y traje almidonado, supo del genio que se gastaba una tal Inés. Decidió cambiar de oficio tras el encuentro. Ser cuidador de los leones del zoo le pareció mucho más relajado.

Los chicos de Vicentet se ocuparon de Tatiana. Dos días después un mercante ruso, salido del puerto de Barcelona con destino al Mar Negro, encontraba una naufraga en un bote hinchable. Olía a silicona, tenía el culo remetido y los senos colgantes. La subieron a bordo. Junto a ella, en una bolsa estanca, documentación que la identificaba como miembro del KGB. La tripulación llegó sin novedad al puerto de Kerch, no había anotación en el Diario de Navegación de rescate alguno.



CAPITULO 21



Mediada la tarde el nuncio entró en la Catedral, fue directo a uno de los confesionarios y dejó la valija en el exterior. Un hombre de Remigio fue testigo del cambiazo. Salió a informar y desapareció de allí. No pudo ver al mismo nuncio acercarse al altar de Santa Eulalia, arrodillarse y rezar piadosamente, ante él pegado al reclinatorio el maletín original, depositó el falso y finalizada la oración cogió el verdadero.

Remigio estaba de los nervios, Tatiana no cogía el teléfono, daba señal de sin cobertura o móvil apagado. Quedaban horas para el intercambio y no tenía a su principal protectora. Vista la situación decidió contactar con dos gorilas, Eduardo podía ser muy peligroso si se lo proponía; había llegado a sus oídos el fin de los cuatro atacantes, cuando se lo contaron no pudo por menos que exclamar: “¡Hay que joderse! Dos tíos fuera de combate con un paquete de garbanzos. Otro rebozado en pimentón picante y al último lo electrocuta ¿Qué coño comen en Cantabria?”.

Las instrucciones de Eduardo fueron muy claras: “Nadie debe acercarse a la Catedral durante el intercambio, sólo Cipriano y yo estaremos allí.”

A las once y media de la noche Cipriano franqueaba el paso de Eduardo al interior. La Catedral estaba a aquellas horas cerrada al público. Su majestuosidad en la soledad y su silencio de piedra resultaban sobrecogedores incluso para el cura. Cipriano le entregó el maletín falso y le rogó que no se separara en exceso de la entrada a la Cripta. Luego se metió en uno de los confesionarios. La aparición de Enchesvinto en el lado del penitente no le sorprendió:

- Buenas noches, Cipriano ¿todo bien?

- De momento sí, ahora sólo queda esperar y rezar ¿tus chicos?

- Ansiosos, les ha caído bien Eduardo.

Eduardo les chistó, cualquier sonido por leve que fuera se podía oír.

A las doce en punto entraban Remigio y sus acompañantes en la nave central camino del punto en que se encontraba Eduardo. El bastón de ébano contra las losas del suelo retumbaba en la bóveda. Remigio indicó a los dos acompañantes que se detuvieran pocos metros antes de llegar a Eduardo. Él siguió sólo, una bolsa en la mano, supuestamente contenía el arma que había originado todo aquello. A apenas dos metros se detuvo:

- Buenas noches, Eduardo ¿listo para el intercambio?

- Llevo rato esperando este momento así que sí, listo.

Eduardo avanzó un metro y depositó el maletín en el suelo, volvió atrás. Remigio recogió el maletín y dejó la bolsa, retrocedió. Sus hombres estaban nerviosos, esperaban una encerrona, no dejaban de deslizar la mano para comprobar lo que colgaba de su sobaquera. Eduardo al verlos sonrió:

- Caballeros, caballeros ¿saben que es de muy mala educación entrar armados en un recinto sagrado? De hecho, a los guardianes de la Catedral no les va a gustar en lo más mínimo.

Remigio comprobaba los sellos del maletín, todo parecía estar en orden, al oír a Eduardo levantó la vista hacia él:

- No me dirás que crees en cuentos de viejas a tu edad. Si es así todo será más fácil, tú no llevarás armas y no dejar cabos sueltos será más fácil para mis chicos.

- Creo que estás algo equivocado.

Enchesvinto apareció al lado de Eduardo. Era la señal para que el se pusiera de espaldas. Cipriano debía mirar a la pared interna del confesionario. Eduardo notó una fuerte corriente de aire a su espalda. Un alarido desgarrador retronó, un aullido de dolor sobrehumano y un extraño olor lo invadió todo. Apenas habían pasado cinco segundos cuando una voz desconocida les indicó que ya podían mirar. Cipriano salió del confesionario, aturdido, al tiempo que Eduardo se giraba, con paso rápido el cura se colocó a su lado. Sólo estaban ellos dos, no quedaba ni rastro de los secuaces ni de Remigio, en su lugar Enchesvinto y Teogildo que los miraban con cara de satisfacción:

- Habéis hecho una gran labor para salvaguardar la nueva Catedral. Como representante de los guardianes de esta que habitamos os estamos agradecidos, cuando La Sagrada Familia sea sacralizada parte de nosotros iremos allí a cumplir la misma misión que nos mantiene aquí.

En el pasillo principal que llevaba al altar mayor quedaban el maletín y el bastón de Remigio. Eduardo pidió permiso para tocar este último, le fue concedido. Entregó el maletín a Cipriano, había que destruirlo. Cogió el bastón y separó la empuñadura del resto. Una rata de oro macizo, de medio kilo, con ojos de diamante quedó en su mano. Se dirigió a uno de los cepillos:

- Enchesvinto ¿serías tan amable de abrir la cerradura?

- Eso está hecho.

Depositó el penúltimo vestigio que quedaba de “el inglés” en su interior y señaló la otra parte del bastón, la que escondía una afilada hoja de sable:

- Ya puedes cerrar. No quiero tocar el sable ¿os podéis encargar de que desaparezca?

- Será un placer.

Teogildo y Enchesvinto desaparecieron. Eduardo y Cipriano salieron a la calle, al ir a traspasar el portal notaron un calor repentino y una sensación de felicidad que jamás habían sentido.

Caminaban por la calle empedrada de Santa Llúcia, giraron para ir por la del Bisbe hasta la plaza de Sant Jaume. Al pasar bajo el puente levantaron la cabeza para despedirse de la calavera que, con las dos dagas cruzadas, observa en silencio a todo el que pasa por allí. Estaban a punto de abandonar aquel empedrado cuando oyeron la risa de una niña que jugaba con una pelota. El eco se perdió al pisar la calle de Ferran camino de las Ramblas. Cipriano le recordó que debía realizar una llamada. Eduardo sacó el móvil marcó el número de Xisco:

- Está hecho, vamos de camino, que Camila empiece.

Colgó y recordó que no había mirado el contenido de la bolsa. Una caja de cartón y poco peso, la abrió, un papel y una pistola de agua. Leyó la nota: “Siempre serás un inocente. Firmado: Remigio”. Soltó una carcajada y dejó el paquete en la primera papelera que encontraron en su camino hacia la tasca de Xisco.

Camila se puso manos a la obra con el portátil. Las cuentas bancarias del desaparecido Remigio se fueron vaciando una a una. El dinero se transfirió a varias cuentas que Eduardo había dejado en una lista, casi todas ellas de tipo benéfico. Excepto cuatro, al lado de ellas se indicaba una cantidad. Reconoció la suya y la de su hermana. Vicentet, que no se separaba de Camila salvo para lo que ella le mandaba, reconoció la suya y la de Xisco. El ingreso en ambas era generoso. No reconoció las tres últimas, supuso que una era la de Eduardo.

Llegaron a las dos de la madrugada. Nada como pasear por Barcelona en el casi silencio de la noche por calles desiertas. A esas horas las arterias de la ciudad entran en fase de sueño profundo y su sangre, los ciudadanos, circula por ellas a ritmo lento. Al llegar en el grupo había una persona más, treintañera, de pelo castaño y ojos azules. Xisco quiso hablar, pero Eduardo lo silenció:

- Sé lo que me vas a decir y posiblemente yo debería habértelo dicho hace mucho tiempo. Sé que soy el padre biológico de la doctora en pediatría que tienes al lado ¿segunda de promoción verdad?

Clara asintió. Todos estaban asombrados y mudos.

- Verás Xisco, Clara, su madre me envió una carta días antes de fallecer. Me contaba todo. Incluyendo el estado de Lucia, a la que habían diagnosticado que no podría ser madre. La depresión la estaba matando. Para ella fue un revivir tener a aquella criaturita en sus brazos ¿Qué podía hacer yo? Como marino mercante pasaba más tiempo en el mar que en tierra, además de no tener ni idea de cómo criar a una niña sin madre ¿Qué sacaba de romperle el corazón a tu esposa y a ti mismo? ¿Qué ganaría la niña? Decidí quedar en segundo plano, ser el “tiet” y no un mal padre ausente. Creí y sigo creyendo que fue lo mejor para todos, especialmente para ella. Pero la decisión no fue mía, fue la última voluntad de Clara, yo la acepté. Al principio con dolor, luego lo entendí y por último lo acepté . Creo que es la mayor locura por amor que he cometido en mi vida, pero la repetiría mil veces.

Clara se levantó y se abrazó a Eduardo. Mirándolo a los ojos dijo: “¿Qué otra chica existe en el mundo que pueda tener dos padres como estos?”.

Camila sacó el pañuelo del bolso y se lo pasó a Vicentet, hecho un mar de lágrimas. En su cabeza: “Es tan tierno, hasta la calva le perdono”.

Inés rompió el momento con un: “¿Te has tomado las pastillas, cariño”? Que provocó la carcajada general.











CAPITULO 22



El viaje de vuelta transcurrió sin mayores incidentes que los repostajes habituales de un trayecto largo. Habían alquilado un coche y se habían repartido por parejas. Camila y Vicentet, que se habían vuelto inseparables, junto con Cipriano en uno. Inés y Eduardo con Ruth en el otro. Llegaron a la aldea entrada la noche tras pernoctar en Madrid. Cipriano se fue a su parroquia. Las parejas se repartieron entre la casa de las gemelas y la cabaña de Eduardo.

El gallo cantó puntual, volvía la rutina tranquila, pero con alguna pequeña diferencia. Desde los hechos de la Catedral los problemas de próstata habían desaparecido, ahora podía volver a usar sus pantuflas de siempre. Lo atribuyó al cambio de aires.

Inés no acostumbraba a levantarse hasta pasadas las ocho, así que optó por preparar desayuno para uno. Café con leche y dos rebanadas de pan tostadas. Miguel, el de la tasca, sabiendo que volvían había tenido el acierto de llenar la despensa, incluyendo un pan de dos kilos. Después del desayuno atendió a los animales, recogió la puesta de las gallinas y repasó el huerto. Finalmente se sentó en el porche del cobertizo a fumar un pitillo, Inés no soportaba el olor a tabaco.

Enchesvinto apareció y se sentó en la piedra granítica:

- Chico, te has lucido, ese sitio al que nos has llevado es de lo más bonito de la Costa Brava. Haber pensado en Teogildo ha sido un acierto. Nos sentamos los dos en el banco de piedra que rodea el árbol de moras blancas mirando al mar. Por lo visto allí vivió un pintor muy enamorado de su esposa.

- Sí, el sitio se llama Port Lligat y el pueblecito cercano Cadaqués.

- Se respira una tranquilidad increíble, aunque nos preocuparon los huevos que vimos en el tejado ¡Menuda gallina debe ser!

- Son esculturas, podéis estar tranquilos.

- Menos mal, llegamos a pensar en algún dragón.

- ¿Puedo preguntar qué ha sido de Remigio y sus dos gorilas?

- ¡Claro! Verás, como llegaron con “recomendación” Lucifer puso a trabajar al departamento de I+D a toda. Finalmente le presentaron un proyecto aterrador ¿Sabías que la rusa siliconada aquella también está ahí abajo?¿No? Pues sí, también ha llegado, un poco mordisqueada de tiburones. Total que pidieron un permiso especial al de arriba, ya sabes quién, que lo concedió gustoso.

- Permiso para qué.

- Ten paciencia. Tatiana era alta y musculosa ¿recuerdas?

- Sí y tenía pinta de mala leche.

- Ahora pesa el doble, es una matriuska en toda regla y como en vida siempre iban juntos ¿adivinas? Matrimonio al canto. Aclarar que el divorcio no existe en el infierno.

- Bueno, que ella tenga sobrepeso y el sea un alfeñique no es ningún castigo, hay muchas parejas así y son felices.

- Aguarda. A ella le dio el don del habla continua y a él le quitó la palabra, lo dejó literalmente mudo. Dicho de otro modo: ella no calla y el no puede responder.

- Nada fuera de lo común.

- Y como toque final...¡quintillizos!

- Eso sí puede ser una tortura al principio pero tampoco es tan malo.

- Salvo que nunca crecen y son llorones.

- ¡Inhumano!

- ¿Sabías que ambos eran de una secta de supremacistas blancos?

- Pues no, la verdad.

- Ahora ambos son negros y la cueva en la que habitan esta llena de espejos. Miren donde miren se ven a sí mismos.

Ruth, sentada junto a Eduardo, no perdía palabra: “Psé, eso no es nada, si supierais de lo que es capaz Buda con el karma. Lo flipabaís en colorines.”

- Y a ti qué tal te ha ido.

- De fábula, soy uno de los nuevos guardianes oficiales de la nueva Catedral. En cuanto la sacralicen me mudo. Bueno, me voy que tu señora ya ha despertado.

Inés se levantó antes de lo esperado, salió con la taza en la mano:

- ¿Con quién hablabas?

- Enchesvinto me ponía al corriente.

- ¿Te has tomado las pastillas?

- No me quedan, tengo que ir al médico.

- Muy bien, cuando vuelvas nos ponemos con la cabaña.

- ¿Qué le pasa?

- Está hecha un asquito, hay que ordenarla y limpiarla. Además esa cabeza de jabalí es horrorosa, basura.

- Va bien de perchero, por los colmillos, ya sabes.

- ¡De eso nada!¡Se va a la basura!

Ruth: “Toma karma, eso por no ponerme pechuga de pollo en el desayuno.”

- Lo hablamos luego.

- No hay nada de que hablar, esto parece una pocilga.

- Sí, cariño.

Ruth: “Karma calidad extra”

- Y esa gata necesita un buen baño, si no tiene pulgas poco le falta.

Ruth: “¡Mierda de Karma!”

Martillo de arranque en mano Eduardo se fue al viejo Santana. Le sorprendió que Ruth subiera, no le gustaba el olor a gasoil. Arrancó al primer martillazo. Ya en la consulta el médico decidió que antes de renovar medicación mejor una analítica. Tenía cita en Santander al día siguiente a las ocho de la mañana en ayunas. Y remarcó: “Ni un café.”

Ruth: “Amigo, no sé que habrás hecho mal, pero el Karma se está quedando a gusto contigo.”

Al igual que el chocolate genera endorfinas en las mujeres, parece ser que las tascas hacen lo propio en algunos hombres. Decidió darse un respiro en la de Miguel. Encontró allí a Vicentet. Se le veía feliz, ojeroso y muy silencioso. Cipriano llegó sin previo aviso:

- Buenos días ¿Hablamos de enlaces matrimoniales?

- Cipriano, tengamos la fiesta en paz, que es muy temprano para que suenen campanas.

- ¿Una mala noche?

- La noche estupenda, mientras duerme ronca, pero no da ordenes.

- Tras la escena de la cocina, Cipriano, había comprendido que ni la Filosofía ni la Teología cubrían según que aspectos del comportamiento humano. Se dio cuenta de que Ruth aún llevaba el collar con un huesecillo de Enchesvinto, tras hacérselo notar a Eduardo optó por cambiar de tercio:

- Te veo muy callado, Vicentet ¿Va todo bien?

Vicentet asintió con la cabeza.

- ¿Te ha comido la lengua el gato?

Ruth: “¡Eh, a mi no me metas o te araño!”

Vicentet movió la cabeza negativamente. Eduardo intuyó el problema y decidió lanzar un salvavidas a su futuro cuñado:

- No me lo digas. Has calentado la leche en el microondas en uno de esos vasos de doble pared y no te has dado cuenta de que estaba hirviendo al dar el trago.

- “Ezo mizmo.”

- Suele ocurrir, la falta de costumbre con esos envases, es lo que tiene.

Ruth: “Hoy Buda está que se sale, no me extraña que sonría siempre.”

De vuelta a la cabaña Inés se había puesto manos a la obra. El hocico del jabalí asomaba entre la alfombra de la sala y la vieja batería de cocina. Miró en el interior, no había nada. Inés salió al paso:

- No busques que no está. No sé para qué quieres esa antigualla.

- Es el mecanismo de cerrojo de…

- De un Mauser de cuando yo no había nacido. Igual que el resto de piezas que he encontrado. Una antigüedad en toda regla. Mi Barrett le da mil vueltas, con mira nocturna, silenciador y punto láser. De la munición ya ni hablamos.

Ruth: “¿Cómo te ha quedado el cuerpo chaval? ¡Eh!¿Qué haces?¡No!¡Ni en broma, eso ni en broma!”

Eduardo, sentado en el porche, miraba a Ruth enjabonada hasta la punta de los bigotes:

- ¿Mal Karma, eh, amiga?

Ruth: “¡De lo más chungo y que no se te ocurra reírte!”

Inés desvió la mirada:

- ¡Y tú ya te estas afeitando esa barba de pordiosero!

- Sí, cariño.

Al volver del afeitado Ruth estaba seca, cepillada y con un lacito rosa al cuello. No pudo reprimirse:

- Pero que monada de minina.

Ruth: “¿A que no catas una perdiz en lo que te queda de jubilación?”



CAPITULO 23



Permítanme que me presente. Enchesvinto Cordero Monte, para servirles. De profesión actual espectro o fantasma, como más les guste llamarla. Nacido y muerto godo en tiempo de Alarico, aunque yo habitaba en Cantabria. Así que a diferencia de los que lo hacían en Asturias yo era godo, pero menos godo que los godos que vivían a la izquierda del mapa, aunque más godo que unos tipos raros que, para partir las avellanas, levantan piedras enormes que dejan caer luego sobre el fruto seco y que hablan con muchas kas y muchas erres. Espero que ya se hayan situado.

Pues yo era pastorzuelo y andaba cerca de los veintitantos, año arriba, año abajo, cuando cambié de oficio por culpa de un moro, al que le dio por probar el filo de su alfanje, y un pecadillo de mis padres, siendo nueve hermanos y yo el más pequeño consideraron que con siete bautizados ya íbamos servidos. Acabé en el Limbo como inocente que era.

Así que aquí estoy, vagando por los Picos de Europa, sin borrego que azuzar y aburriéndome cual cordero sin oveja hasta que, en una aldea tan pequeña que ni en los mapas aparece empezaron a ocurrir cosas. La aldea está aún llena de gente anodina, de esa que ni planta un árbol, ni escribe un libro. Hijos sí tienen, hasta que llegó la tele iban a buen ritmo, ahora parece que se han deshinchado un poco. Bueno también la hay que no es tan normal. Gracias a esa gente descubrí Barcelona, la playa de la Barceloneta y que las zagalas cuando van allí no visten como si fueran cebollas. Que uno es espectro macho y habiendo sido pastor ya le va bien arrear lo que no se puede comer ni esquilar.

Total, que aunque esta es la historia de Eduardo y yo soy actor secundario he querido contársela en agradecimiento a todos ellos. Ahora ya puedo moverme desde la aldea hasta el Barrio Gótico, Cadaqués y bueno, a Eduardo le quedaban unos huesecillos. Los envió a un amigo suyo, que ahora trabaja en una isla llamada Ibiza, preciosa oigan. Lo malo es que uno de los huesos era de un cura de cuando la catedral era romana y aparecimos los tres: Teogildo, Angel y yo.

Angel es un curita molón, para la edad que tiene, su único defecto es que no calla. Sus sermones duraban días y la parroquia se le dormía. En realidad nació para abogado pero en aquella época aún no se llevaban. El Jefazo lo vio y pensó, como este suba no ganamos para aspirinas y lo dejó en el Limbo. Un buen día íbamos paseando los tres y dimos con lo que nos pareció una frutería, pero no una cualquiera, una enorme, que se anunciaba con dos cerezas. Angel quería ver qué frutas tenían allí y entramos. Como todos van vestidos raros no llamamos la atención. La música sonaba como en una fiesta pagana y algunas mozas bailaban en unos pedestales, con muy poca ropa. Fue la primera vez en siglos que Angel se quedaba sin habla.

En cuanto al resto algo pudimos hacer:

Clara vive en un piso de Pedralbes que recibió en herencia de un tal Remigio. Un notario, poseído por un espíritu, se avino a dar fe de ello. Abrió consulta de pediatría en otro local, regalo de fin de carrera de Eduardo. Atiende a cualquier criatura que lo precise, tenga o no con que pagar la visita.

Xisco regenta un restaurante de postín, especializado en comida típica catalana. Está junto a uno de cocina de diseño. Ya saben, de esos que en el menú declaran “sopa de almejas” y lo que llega es un plato enorme con una cuchara de estilo japonés en el centro que contiene un poco de caldo y dos almejas. Los clientes que salen de ese entran en el suyo a comer, pero de verdad.

Don Cipriano fue llamado ante el Obispo. Este le ofreció el puesto de secretario. Lo rechazó alegando que las almas de sus feligreses eran más importantes que cualquier cargo. Al paso de los años fue nombrado Obispo, aunque no por ello dejó de subir a la aldea para dar misa una vez al mes.

Luis fue visto por última vez en Madrid. Concretamente en el estanque del Parque del Retiro, flotando boca abajo. Era un cabo suelto.

En cuanto a Ruth ha llegado a un trato con Inés, ella caza perdices e Inés no le toca las narices.

Y aquí se acaba la historia, lo que acontece en dos bodas y lo que viene después es fácil de adivinar. Si no son capaces de ello siempre pueden probar a casarse y vivir la experiencia. Yo, con su permiso, seguiré soltero; que para los deportes de riesgo no nací.

¡Se me olvidaba! Si leen en la prensa que se han hallado unos restos no catalogados en las catacumbas, extrañamente ataviados para la época, no hagan caso. Algo había que hacer con los cuerpos de quienes ustedes ya saben.





FIN o puede que no.